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Amor a primera vista

por: Cristóbal Peláez González

En la memoria tengo la noche exacta en que conocí a Luigi Maria Musati, a su paso por Medellín, mientras ofrecía un diplomado en la Escuela de Teatro de la Universidad de Antioquia. A instancias de Gigio Giraldo, su discípulo e incansable traductor, quien lo acompañaba en la travesía, el hombre sintió curiosidad por ver nuestra puesta en escena de Los bellos días, de Samuel Beckett, la primera y afortunada dirección teatral que realizaba en su vida Diego Sánchez. Aquella noche, a ritmo de café, prolongamos casi -casisito- hasta el amanecer, una conversación infinita donde no le faltaron palabras de aprobación para nuestro joven actor-director.

Luigi Y Cristobal

Me contó que era de Fermo, una hermosa ciudad italiana construida hace casi tres mil años. Que llevaba no sé cuánto tiempo como director general de la Accademia Nazzionale di Arte Drammatica Silvio D´amico, en Roma. Que por allí pasó, por poner sólo un ejemplo -lo dijo con mucho orgullo- el gran Vittorio Gassman. Me dijo que detestaba el teatro frontal a la italiana -lo único de Italia que no le gusta, según he podido comprobar a través de doce años-; que prefería crear teatro en espacios no convencionales, casuales, como aquel de su obra El nombre, que realizara en su ciudad natal, en las profundidades de las Cisternas -mandadas a construir por el emperador Augusto hace dos milenios-, donde actores y equipo técnico, y más tarde el público, debían desafiar la humedad, la oscuridad y la falta de oxígeno. Me dijo que admiraba mucho de Colombia su teatro; el de La Candelaria, verbigracia. Que sobre todo sentía inclinación por la teatralidad de Enrique Vargas, con su legendaria Hilo de Ariadna. Refirió una profunda empatía por América Latina y consideraba que nuestros modos informales de producción, hora desde la penuria, hora desde una profunda mística, le resultaban una auténtica expresión poética y política que desafiaba el brillo comercial y una resistencia contra la opresión. Estuvo atento, excesivamente curioso, por averiguar al detalle nuestros modos colectivos de crear. Finalmente, como quien siente el deber cumplido en atender la visita de un personaje ilustre, me despedí de él hasta un improbable segundo encuentro. Algún día. Nunca.

Pasado un tiempo, Gigio se reportó desde Roma, anunciando que el hombre vendría de nuevo a Medellín, a un segundo módulo del diplomado en la Escuela, y que nos quería ofrecer como un regalo generoso -porque le caímos bien, porque quería contribuir, porque le daba la gana-, un taller teórico a escoger entre tres alternativas de su dominio: Séneca, dramaturgia o Comedia d´l Arte. Justamente en ese momento, esculcábamos a Séneca, porque nos hallábamos en el proceso de montaje de La chica que quería ser dios, a partir de la poesía y las desdichas de Sylvia Plath; y por supuesto que encontrábamos en todo el sumario un chamuscado olor a Jasón y Medea.

Luigi Maria Musati

Musati empezó con un seminario de 14 horas que duró 30. Esta vez chapoteaba un poquito más -sólo un poquitico- el castellano y venía en compañía femenina, pues había decidido declinar su insobornable soltería de cincuentón, a favor de la estupenda Giordana Colarizi, una madonna de profesión psiquiatra, a quien había conocido desde niño y ahora recuperaba en el atardecer. De esta suerte ambos en la noche vivían su luna de miel tropical, mientras en las tardes se dedicaban a descuartizar a Medea a punta de Lacan y Aristóteles. Entonces le gustaba repetir que llevaba cerca de tres décadas queriendo poner en escena la Medea, sin encontrar un equipo actoral apropiado. Le parecía banal y perezosa la repetida cantinela de un Séneca para leer y no para llevar a escena.

A comienzos del 2002, nuevamente Gigio, al habla desde Roma, comunica que “el gran jefe blanco” desea venir a montar su Medea. “Imposible”, le respondí, “el grupo no cuenta con recursos para billetes aéreos y honorarios; dígale a su jefe que nosotros vivimos de la autoexplotación”. “Que 'gran jefe blanco' comunica que vamos a hacerlo mediante un convenio con la Academia Nacional de Arte Dramático Silvio D´amico, como parte de una investigación sobre la voz y el canto; que él costearía los pasajes y honorarios, y Matacandelas pondría el alojamiento y la alimentación”. “Ah, entonces dígale a 'gran jefe blanco' que si la cosa es así, que venga cuando quiera y empezamos”.

Llegó a finales de agosto de aquel año, con la intención de dedicar seis semanas -tiempo record si se mira la parsimonia y el ritmo de nuestras puestas en escena-, con promedios que triplican el tiempo propuesto. O marinheiro es un caso prodigioso, excepcional, de un mes. Abreviando: nuestro protagonista, en años sucesivos, repitió su gesto solidario y continuó con La caída de la Casa Usher, 4 mujeres -ambas de Poe- y Ego Scriptor, a partir de Los cantares de Ezra Pound, -su cuarto montaje-.

Ahora no es un extraño. Es alma y nervio de nuestro colectivo, “el integrante de Matacandelas que más viaja”, como le gusta repetirse. Se ha transculturado completamente; parlotea el castellano de una manera fluida; se atreve a comer arepa, ese legado indígena que ha permitido resistir el hambre de los sometidos, y al cual Luigi detestaba bajo la repetida sermoneadora de “el maíz es para los pollos”. Ha entrado en una relación amistosa con el movimiento teatral de la ciudad. De manera solidaria acude a conferencias y talleres, porque este hombre sabio tiene una especial mirada de afecto por Medellín, una ciudad a la que ya considera su segunda.

De él admiro no solo sus vastos conocimientos sobre el mundo griego y latino. También su erudición literaria, su concepto sobre el hecho escénico, su capacidad de soportar con lucidez extensas jornadas de trabajo, su vasta formación de humanista, su eterna disposición a la tertulia, su informalidad para transgredir horarios, su insobornable simpatía con todo el mundo, su sentido del humor, su memoria prodigiosa y, por sobre todo, su pericia -vale decir su ojo- para descubrir en el más mínimo bosquejo escénico su potencialidad representativa, su validez semiótica.

Así como llega y está por períodos cortos, también se pierde por años y se encierra en la inmensa biblioteca de su casa en Fermo, a la manera de un viejo alquimista. Y aquí, en nuestra casa, queda siempre el vacío; siguen resonando sus gritos, a los cuales con resignada rabia soportamos: “¡No entendo qué hacéis!” -no entiendo cómo todavía no ha podido entender la palabra entiendo- “¡Porca Madonna! ¡A ensayar indios putos! ¡andiamo!, ¡andiamo!, “¡Sois unos putos actores de mierda! ¡Feos, malos horibles!”.

A sus murgas de italiano rezongón, nosotros le repelemos con fuego a discreción, que siempre -no falla- lo tira contra la lona y ¡pum! Knock out:

“Dios no existe”, “Séneca es realmente un autor español” “Fermo es un pueblito”, “El italiano es un dialecto. Cuando lo terminen de inventar, se convertirá en idioma castellano”.

Entonces el hombre mira aterrorizado, sus ojos despiden llamas. Luego opta por sonreírse y prende un cigarrillo, recupera la calma, y pide “un cafecito”. Ya lo había escrito: es un hombre sabio.