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César Badillo, Coco
La hormiga de escenario que se convirtió en Quijote

Por: María Camila López Isaza

Sabe perfectamente cómo llenar metros enteros de un auditorio sin dejar una sola pulgada desprovista de voz y movimiento. Más de tres décadas «raspando tabla» le han enseñado que la respuesta a todo es sencilla y retadora: nunca dejar de cuestionar… y cuestionarse. Su cuerpo menudo y versátil adquiere dimensiones abrumadoras sobre un escenario. Es un militante del teatro con dos armas irremplazables: la fuerza implacable de trabajo y una evidente pasión in crescendo.

Coco Badillo

César Badillo ha tenido escuela toda la vida. Sin darle tregua, el arte ha perseguido desde siempre a este santandereano y, desde que logró atraparlo, hace treinta años y un poquito más, dejarlo ir no ha sido nunca una opción. Dicho esto, su realidad parece clara: todo cuanto habita en él se estremece diariamente en los terrenos pedregosos e inciertos del teatro.

Con las raíces sembradas en Girón y Piedecuesta, pueblos nativos de sus padres, todos los caminos recorridos desembocan, inevitablemente, en una pregunta constante por el mundo. Una sensibilidad particular desde los primeros juegos con títeres, hasta las multitudinarias funciones teatrales con La Candelaria. «Estudié en la Escuela John F. Kennedy y en el Colegio Santander, de Bucaramanga; un colegio con muchas ideas rebeldes […] Allí, me metí al grupo de teatro que había. Siempre como muy interesado con eso. Me gustaba recitar poesía, esa que llaman “bajo cero”; poesía popular. Con el tiempo me di cuenta de que fue una escuela buenísima para el trabajo de la actuación. También me metí mucho en cosas políticas, con las ideas rebeldes del partido comunista en Santander», recuerda.

El sindicato al que pertenecía su padre y la misma situación social de la época, sembraron en Coco un interés por la reflexión sobre la injusticia, la pobreza e incluso la educación. Una dualidad entre el pensamiento conservador que imperaba en parte de su familia, y las ideas rebeldes que llegaban, se instauraban y se irían transformando con el paso de las décadas. Su prematura actividad teatral se vio igualmente permeada por esa apertura intelectual, con obras como Esperando al zurdo, de Clifford Odets, y Soldados, de Enrique Buenaventura. Todas, hasta el momento, representaciones que no pasaban de un impulso juvenil y aficionado.

El punto de quiebre en su relación con las tablas fue ese primer encuentro —causal o casual, quizás un poco de ambas— con un grupo de teatro de Bogotá. El lugar: la junta de acción comunal del barrio; un salón «pichurrito», que servía de ensayadero para él y su grupo en Santander. La ciudad dorada fue el primer montaje profesional que Coco disfrutó en calidad de espectador. Se afinaron gustos, deseos. Se incubó la idea de que, tal vez, ese juego de fingir ser otro que tanto gozaba, podía derivar en algo más que un simple pasatiempo de colegio.

El responsable de este rompimiento no era cualquier grupo amateur. Era el grande; el padre y mentor de todos: La Candelaria. «Para mí eso era una iluminación, una cosa loca. Sobre todo que se salía de los moldes, de los códigos que uno tenía, que eran muy primarios. Y de pronto ver ya gente grande, profesionales ahí en el escenario, jugando como unos niños, era impactante. De ahí yo creo que viene la decisión inconsciente de querer hacer teatro […] Me acuerdo que me reía mucho, me divertía. La gente se moría de la risa. Esa ha sido una característica de La Candelaria; el humor. Sobre todo en la época del maestro».

El impulso de ese primer encuentro lo convirtió en líder de la Corporación Colombiana de Teatro en Bucaramanga, y en organizador de la muestra de teatro en Santander. Durante su primer viaje a Bogotá con las obras de Odets y Buenaventura, conoció al actor Jorge Herrera, de Teatro El Gesto, quien lo fichó para trabajar con él en la capital. «Yo quería estudiar Medicina y tenía una beca lista para ir a Moscú por el partido y también por promedios. Pero se demoró tanto, que yo le dije a mi papá: “Si sale, pues hablamos a ver qué hacemos. Yo me quiero ir a estudiar a Bogotá, a la Escuela Nacional de Arte Dramático”. Mi papá no tenía medios, entonces me dijo: “Yo tengo un hermano allá, tío suyo; le puedo escribir pa que le ayude un poquito”. Le escribió y así me fui. Sin cinco; con la ropa que tenía, que era nada. Una cajita de cartón (risas) y arranqué […] El estudio era de dos a siete de la noche todos los días, y en la mañana trabajaba con el grupo de teatro que dirigía Jorge Herrera. Yo estaba dedicado de lleno desde las ocho hasta las siete de la noche. Y fuera de eso, me iba a hacer taquilla, portería y a veces luces, a La Candelaria».

Los cuatro años en la Escuela Nacional de Arte Dramático fueron decisivos. Bajo la dirección de Santiago García, Coco entendió la dimensión del vínculo entre teatro y política; la conexión de su oficio con una realidad que no le era en absoluto ajena. «Esa fue la gran lección de él: el equilibrio. Entender el teatro no solo como un acto de belleza, sino untado de mundo, de dolor; untado de la vida, del barro, de la calle, de la historia», comenta.

El proceso artístico con El Gesto también le abrió significativas posibilidades. Con un montaje propio llamado La guerra y la paz, fueron invitados al Festival de las Naciones, en Venezuela; evento que los haría coincidir en el mismo espacio con dos pesos pesados del teatro: el inglés Peter Brook y el polaco Tadeusz Kantor.

Coco Badillo

La Candelaria

Desde el 76 estuvo como todero en el grupo de Santiago García. La disciplina de obrero heredada del padre y un goce que se reafirmaba poderosamente en el escenario, le ayudaron a mantenerse firme en su decisión. Finalmente, en 1980, fue admitido como integrante formal para interpretar a Mr. Adams, el dios de la coca que se convertía en Estatua de la Libertad. Un certero y merecido Golpe de suerte. «Para mí fue una sorpresa, tal vez por lo hormiguita que yo era. Como el trabajo es colectivo, me metían en las improvisaciones o me llamaban, y como que fui quedando. Cuando me di cuenta, tenía que subirme por allá todo vestido de blanco […] Digamos que ese personaje —dentro de mi bisoñez, porque era demasiado inexperto— funcionaba. La gente se reía mucho. Tal vez fue apareciendo esa gracia ridícula que uno tiene para hacer reír, y eso me dio seguridad».

Ya estrenado a lo grande, se venía un reto mayor: Guadalupe años sin cuenta. Para muchos espectadores, una producción memorable. Para el dramaturgo bogotano Carlos José Reyes, «una de las obras colombianas que han logrado conjugar mejor los hechos históricos con el lenguaje escénico». En el montaje, Coco reemplazaría a Alfonso Ortíz en el papel de Colombian Tiger, un soldado que regresa de la guerra de Corea. Recuerda que «la obra ya estaba estructuradísima. Era del 75, o sea, ya llevaba casi seis años. Yo llegué a acoplarme al molde y, poco a poco, hice algunos aportes. Dimos muchas funciones, eso fue la experiencia más grande. Yo no sé cuántas llegué a hacer, la verdad».

Su debut fue, justamente, en la Junta de Acción Comunal del barrio Policarpa, en Bogotá. Esta vez no veía a los grandes. Era uno de ellos. «Se vino un aguacero el hijueputa esa tarde, ¡pero terrible! y, como no hubo tiempo, a mí todo me quedaba grande. Eso fue muy chistoso porque yo no podía con eso y la gente se reía de ver a un pato ahí nadando. Fue un bautizo de fuego tremendo. Pero el público reía muchísimo».

Durante su trayectoria con La Candelaria, César Badillo ha compartido escenario con Nohora Ayala, Enrique Peñuela, Hernando Forero, Francisco Pacho Martínez, Marina Botero la Mona, Beatriz Camargo, Vicky Hernández y Álvaro Rodríguez. Todos pupilos del maestro Santiago García. Algunos, profesores en la Escuela Nacional de Arte Dramático.

Sus estudios, como los de cualquier actor, han comprendido textos que van desde Stanislavski, hasta Brecht y Chéjov. No obstante, las lecciones del «viejo», como se refiere cariñosamente a su director, han calado eternamente en su recorrido profesional. Tal vez la más valiosa, entre todas las valiosas, sea el manejo de una dramaturgia emocional, en comunicación directa con el espectador.

Cesar Badillo en El quijote

El Quijote

Si Guadalupe años sin cuenta era una prueba de fuego, El Quijote fue todo un periplo que puso a Coco en confrontación con su proceso artístico. El trabajo de «hormiguita», como él mismo lo define, se vio sintetizado en un solo personaje: el inolvidable caballero andante que, sobre las tablas, se convirtió en uno de los papeles más importantes de su experiencia teatral. «Pienso que ya es como un momento maduro del trabajo actoral. Una concentración de todo lo que yo llevaba; ahí hubo una flor especial. Muchas cosas había detrás. Muchas. De todo tipo. Pero este personaje exigía una concreción clásica que yo no había practicado […] creo que es el momento donde he podido concretar muchas técnicas que aprendí. Técnicas internas, del mismo manejo de la voz, del cuerpo, mucha danza. Fue un buen crisol, una matriz muy buena para que pudiera hacer un personaje interesante, bastante paradójico. Había una buena dramaturgia también. El maestro se escribió una gran obra», asegura.

El proceso de montaje fue la oportunidad perfecta para darle otra interpretación a la locura del Quijote. Se alejó de las versiones sicóticas para ahondar en una dimensión filosófica del asunto. El objetivo, más que actuar bien, era comprender la esencia de su personaje. «Lo que se descubrió en el proceso es que él se inventa ese mundo para poder desaburrirse y salir del tedio cotidiano. Entonces, en ese sentido, es una locura fingida, una locura que tenía que inventarse para poder vivir».

Si bien el trabajo interno y emocional fue un desafío, la creación colectiva fue, como siempre, pilar escénico y dramatúrgico. «De las cosas importantes que se hace con el trabajo de La Candelaria son los análisis. Pero claro, la comprensión profunda es raspando tabla, no es teórica. Descubrir todo eso me ayudó para que el personaje fuera paradójico. Un personaje que habla con seriedad, pero es un payaso. Habla de la locura, pero en el fondo se está muriendo de la risa de todo el mundo […] lo más interesante que tiene el Quijote es la escucha del otro; lo importante es Sancho, que es el que hace al Quijote realmente. Eso entenderlo no es fácil, porque siempre se cree que él es uno solo. El Quijote es una cara de la moneda, y la otra es Sancho».

Un oficio fundamentado en la otredad

La escena es un producto enteramente colectivo en el que confluye la más atípica variedad de emociones. Desentrañar sus contradicciones es un desafío nuevo en cada proceso de montaje. «Para la creación colectiva no existe un método. El método va saliendo de acuerdo con el material, el tema, el momento […] El director, y todos, somos seres muy vulnerables, muy frágiles en la creación colectiva. El director más, porque tiene que enfrentarse a quince personas que están cuestionando todo. Es un método que no es ordenado, sino que se adapta a cada necesidad […] hay un crecimiento de las personas, una potencia en ese sentido. Como individuos crecemos y podemos bombardear demasiado el proceso, y al mismo director. Es supremamente intenso, rico; lo que se trata es hacer obras de verdad polifónicas, donde haya muchas voces. Pero eso no es fácil y no es posible en todas».

Cesar Badillo Foto Sara Jurado

Actor vs. director

Compleja dicotomía. Con cinco montajes bajo su dirección, Coco reconoce la enorme dificultad que supone tomar distancia y concebir el montaje desde afuera. «Yo no me he podido desprender de la actuación. Creo que estoy siendo un actor que se mete de director estando ahí adentro. Lo cual es esquizofrénico, porque le toca a uno una operación mental permanente de estar dirigiendo con los codos, con el sentir, con el oído; pero no tanto con el ojo […] es un leguaje que estoy desarrollando. Hay que estudiar, investigar mucho más. El teatro está untado de calle, de vida. Y la vida en estas sociedades cambia todos los días a unas velocidades tremendas. Entonces, ¿cómo ponerle cuidado a todo el asunto para que mi lenguaje crezca? Eso es lo que estoy buscando».

A esta experiencia en la dirección, se le suma la incursión en la escritura. Ya van tres trabajos concluidos, resultado de sus propias reflexiones y de un ejercicio de doce años en el Taller Permanente de Investigación Teatral, de Santiago García. Ante esta amalgama de actividad, tiene una explicación precisa: la creación colectiva es el acto de indisciplina más grande. Atrás quedó la idea de que un actor se limita a recibir directrices. El trabajo conjunto abre las posibilidades de exploración en otras vertientes y responsabilidades del teatro. «Simplemente estoy metiéndome, estoy jugando con eso. Encuentro preguntas sobre mí mismo, sobre mi familia. Todas esas cosas me las estoy preguntando a la hora de escribir, o me aparecen. Sé que es una cosa tardía. Yo ya soy una persona grande, madura; e inmadura también en otras cosas (risas), pero estoy partiendo con mucha humildad, porque también he llegado derivado de otra cosa. No empecé por la escritura, entonces creo que hay una combinación muy buena […] Ahorita tengo un texto sobre Camilo Torres que estoy terminando. A los quince años, siempre oía de Camilo y su rebeldía en Santander. Mi padre tuvo mucho conocimiento de todo este asunto. Entonces yo tengo un Camilo adentro. Sobre eso, por ejemplo, hice mi versión y me gané una pasantía de formación en Ecuador, con el maestro Arístides Vargas. Ya voy a cerrar un año de trabajo […] Estoy ya terminándolo, pero todo a partir de mis preguntas. ¿Qué pienso de la rebeldía? ¿Qué es ser revolucionario hoy? No puede ser igual a lo que trabajó mi padre. Hoy, la rebelión es otra».

Frente a la irreverencia de los años sesenta, conserva la lucha contra lo establecido, desde una perspectiva artística e intelectual. «Mi rebeldía sigue siendo no meterme en modas; hacer un arte underground, distinto, por fuera de las circulaciones normales. A esa rebeldía es a la que he llegado en las formas artísticas; siempre estar jugando con lo insólito. Un bombardeo de lo normal […] Yo no soy purista. He hecho teatro comercial, cine comercial. He trabajado con gente que piensa distinto a La Candelaria y eso me ha abierto la cabeza. El grupo es un espacio monacal, en el cual uno se construye también a sí mismo. Pero también es el juego, es el circo. Que circulen otras ideas; esa especie de variedad. Eso es también un grupo».

Ante la ausencia de un líder, el nacimiento de varios

Sin negar lo complejo que es perder la figura titular durante más de cuarenta años, la ausencia de Santiago García en el proceso de los últimos cinco años es para Coco el reto más grande al que se enfrenta La Candelaria: mantener al «viejo» en el corazón, en las obras, en ellos mismos, pero con otras miradas. «Estábamos muy cómodos. Teníamos a un señor lleno de preguntas, osado, temerario, arriesgado. Se va, y nosotros somos los que tenemos que armar nuestro propio discurso; teniendo en cuenta parte del legado, pero varían muchas cosas. Ya empieza a decirse que se ve otra estética. Es obvio porque el arte tiene que ver con la sensibilidad de las personas. Es construir y hacer que las propias preguntas afloren; pararnos en nosotros mismos y en la época. Creo que es un momento muy especial el que está viviendo La Candelaria […] en ese proceso estamos. Construyendo nuevos liderazgos, creo que va a volverse multicentral».

Camilo, el más reciente montaje, dirigido por Patricia Ariza, es prueba fidedigna de esos nuevos discursos colectivos; de ese work in progress que los mantiene alerta. «Nos reunimos otra vez como grupo en un proyecto. Eso es un fenómeno muy interesante. Es, de alguna manera, una expresión de las divergencias que tiene el grupo […] Yo creo que eso es lo hermoso de Camilo: estamos tramitando las diferencias con gestos estéticos; con obra. Y ahora, tocar ese personaje es muy interesante, porque es un ser supremamente teatral, un lleno de contradicciones; es un personaje rico. Cada cual tiene sus preguntas. Cada cual llevó su arsenal, su botín, y trató de ponerlo ahí».

La versatilidad y el respeto por el oficio que han acompañado a César Badillo durante más de tres décadas, estas cualidades parecen ser la clave para subirse al escenario y no fracasar en el intento (o, más bien, fracasar cuantas veces sea preciso, hasta encontrar esa solución que se hace tan esquiva en cualquier proceso). Es el hombre que disfruta la incomodidad que conllevan la incertidumbre y la novedad. El actor de las peguntas constantes. El director que se niega a abandonar la escena.

El artista con sangre obrera, convertido en un auténtico caballero andante.

Entrevista tomada del periódico de Medellín en Escena