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Fernando Pessoa: muerte y resurrección.

por: Joâo Gaspar Simôes

Murió en un hospital extranjero -el Hospital de San Luis de los Franceses, calle Luz soriano, en Lisboa- en pleno corazón del Barrio Alto. Era el sino de su vida: vivir portugués y nacer y morir "extranjero": extranjero en la patria que no lo comprendió, extranjero para sí mismo, que voluntariamente se hizo el desentendido. Tres días antes de morir, había descendido a la ciudad baja, había entrado en el Martinho da Arcada, había bebido un café, conversado con José de Almada-Negreiros, soltado algunas nerviosas carcajadas, que le hacían estremecer el cuerpo descoyuntado y escupir, había tosido, mucho, ya que entonces tenía una inflamación de alcohólico, que se oía desde lejos.

Tiempos antes, en casa de la hermana, en San Juan del Estoril, le había acometido un corto ataque de delirium tremens. El mal se había implantado hondo en su naturaleza corroída. Algunos amigos ya lo habían encontrado, a deshoras, ebrio y sucio. Bebía, bebía, bebía para asfixiarse. Cuando regresaba a casa, de noche, con la cartera debajo del brazo, entraba en la lechería de la esquina de su calle en el "Trinidade", y su amigo Trinidade, membrudo y buen muchacho, que le servía fiado (cuando recibió el premio literario, parte de éste fue para Trinidade y cuando murió le debía aún seiscientos mil reis) y en las puntas de los pies, con un aspecto cada vez mayor de mendigo, ajustándose los pantalones hacia arriba, con la garganta inflamada, enigmáticamente decía: 2, 8 y 6.

Trinidade se retiraba. En breve ponía encima del mármol del mostrador una caja de cerillos, un paquete de cigarros y una copa de Macieira. En ese tiempo una caja de cerillos costaba 20 centavos, un paquete de cigarros 60, o sea 2, 8 y 6 tostones. El poeta recogía los cerillos rasgaba el paquete de cigarros, y bebía de un trago la copa de Macieira. Después abría su cartera, sacaba de ella una botellita negra y la ponía arriba del mostrador. Trinidade, discretamente, la tomaba, se la llevaba para adentro de su establecimiento y volvía con ella, incluso ya encorchada. Fernando Pessoa volvía a guardarla en la cartera y, sin pagar, salía por la puerta, después de despedirse cordialmente de su amigo Trinidade. A veces, por la mañana, el señor Menacés, su barbero de la calle, que tanto le "servía" a él, el poeta, como al mozo de carga o al aprendiz de cajero del amigo Trinidade, se desplazaba hasta el edificio número 16, para "servir" a su cliente, antes que nada. Había ocasiones en que lo encontraba aún delante de la mesa de trabajo, con la cara de quie no se había acostado, rodeado de papeles, de libros, de colillas de cigarro y la botellita negra completamente vacía al lado.