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Sylvia Plath: zapato negro/una hagiografía teatral

por: Norge Espinosa Mendoza

You do not do Yo dou not do
Any more black shoe

PRIMERA ACOTACIÓN

La actriz debe entrar a escena dominada por una mezcla de derrota y seguridad únicas, capaz de movilizar todas sus acciones desde una ansiedad que debe contaminar al espectador de una expectativa total acerca del destino de su personaje. La iluminación de la cocina reproducida en el escenario ha de ser la de la primera hora de la mañana, el 11 de febrero de 1963. Con gesto resuelto, la actriz debe sellar la puerta con esparadrapo y colocar toallas alrededor de la misma cubriendo todos los resquicios. Una vez hecho esto, mientras el sonido del reloj se hace más persistente, abrirá el horno y se arrodillará ante él. Su prosternación será dictada por una suerte de actitud que mezcle desesperación religiosa y al mismo tiempo una voluntad profana de entero desafío. Desde la calle, comienzan a llegar los sonidos del nuevo día mientras la actriz va cayendo en un sopor que acabará transformándose en la inmovilidad de la muerte. Cuando el cuerpo de la actriz yazca exánime, se oirá, desde la calle, la música en ascenso de un concierto de rock.

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No estuve entre los afortunados que descubrieron, en la edición del Mayo Teatral 2002, el signo de atención que supo despertar el Teatro Matacandelas con O marinheiro, sobre el texto de Fernando Pessoa. En aquel momento, razones de muy confuso azar me impidieron aplaudir el espectáculo de Cristóbal Peláez que tanto gustó a mis colegas, y devolvió a La Habana el nervio de lo que quizás fue en su mejor expresión el teatro simbolista. Así que cuando entré a la sala Covarrubias, dos años más tarde, para ver La chica que quería ser Dios, basada en la vida y obra de Sylvia Plath -"probablemente la poeta más importante del siglo XX", anunció Peláez antes de que comenzara el espectáculo-, todo comenzaba para mí. No la cercanía con la autora de Ariel y El coloso, sino la posibilidad de entenderla a ella -a quien me resisto a catalogar del mismo modo en que lo hizo el director colombiano-, desde una relectura teatral de formulaciones viscerales. Es desde esa cercanía que quiero escribir estas palabras, moviéndome entre las líneas cortadas de Plath y el rejuego fragmentador de una alternativa poética reconstruida sobre el escenario. Una manera de agradecer un espectáculo al que no quiero negar el calificativo de inquietante.

SEGUNDA ACOTACIÓN

En junio de 1960, durante una cena, se fotografían los poetas preferidos por la prestigiosa casa editorial Faber & Faber. Los actores que interpretan a Ted Hugues, T. S. Eliot, Stephen Spender, William H. Auden y Louis MacNeice entran conversando con la fingida camaradería de los rivales durante una tregua. Apoyados en la escalera, procurarán adoptar una pose informal, en la cual, sin embargo, quedan al descubierto sus arrogancias, la estatura de sus egos, el deseo de no estar tan acompañados en una fotografía que saben será histórica. El fotógrafo se esforzará por sacar de ellos la mejor combinación de solidaridad y competencia. Cuando el flashazo se produce, los actores quedarán extáticos. Entrará entonces a la foto y se colocará ante todos ellos la actriz que encarna a Sylvia, trayendo desde la cocina un coche de bebé. Vacío. Sylvia Plath sonríe como una madre satisfecha. El flash se enciende para retratarla. Las figuras se desvanecen bajo una explosión de gas.

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No puedo ya, tras varios años de ejercicio crítico, conformarme con la expresión habitual que los directores y espectadores podrían esperar de mí. Referirme en una escala de supuestos valores mediatizados por mis propias convenciones acerca de lo que me gusta o no de un espectáculo, es ya casi un acto inútil. Si bien prefiero seguir sorprendiéndome cuando acudo al teatro, nada me seduce más que hallar una producción a la que calificar con el ambiguo término que ya he utilizado aquí: inquietante. Quiere decir que antes que demorarme en subrayar lo que me provoca o no de un espectáculo como La chica que quería ser Dios, prefiero enumerar los elementos que parten de una Poética (la de Sylvia Plath, esfinge y mujer doméstica), para alcanzar otra calidad de una poética de naturaleza teatral, la de Matacandelas y Cristóbal Peláez. Su carta de triunfo, ante mí, ha sido la forma brutal y aparentemente desorganizada en la cual este ritual suicida viene a ser ante el público una reivindicación de tantas causas perdidas. Entre ellas, la Poesía y el Teatro. Como me reconozco, además, obsesionado con el devenir y pasado de esas causas, no puedo revelarme ante este montaje sino como parte activa de su discurso, transverberado por sus interrogantes desde el propio juego teatral y poético que el director desata a partir de ese pretexto rabioso y de lujo que es la biografía de una treinteañera a la cual leemos ahora con el fervor que algunos reservaban para las profecías de la Sibila de Cumas. La Sibila de Cumas, condenada a la perpetua vejez, quería morir. Sylvia Plath nos confesó que "morir es un arte/ Como todo lo demás". Supo hacerlo, como este espectáculo demuestra, excepcionalmente bien.

Nada me horroriza más que la pretendida poeticidad de ciertos espectáculos teatrales. Materializar la poesía significa dotarla de una carnalidad, de una calidad física que sólo en algunos casos muy particulares logra revivificar lo que en su origen no son sino confesiones deslavazadas de una mente desesperada. La voz del poeta es hoy la de una neurosis que se transmuta en belleza, la de un héroe y profeta a pesar suyo. Lamentablemente (los persistentes espectáculos que intentan, por ejemplo, devolver a Lorca como una imagen humanizada mediante la repetición absurda de sus fragmentos líricos), no es ese hallazgo el que frecuenta los escenarios cuando de abordar la vida de un poeta se trata. La declamación altisonante, la teatralidad formal de varias producciones cuyo solo recuerdo nos horroriza, es el lugar común que acude por lo general a nuestra mente cuando se piensa en esa clase de empeños. La chica que quería ser Dios viene a ser una excepción que en sí misma es también una norma: la excepcionalidad de la vida que retrata pudiera ser también la clave de su excepcionalidad como propuesta escénica. A sort of walking miracle.

¿Cuál es el rostro de Sylvia Plath que nos muestra este espectáculo? A pesar de las fotos que los actores muestran con descaro documental al público, a pesar del supuesto concierto de rock en el que otro fantasma, Anne Sexton, nos presenta la odisea de su amiga y rival; me inclino a pensar que es el rostro de una actriz. Ángela María Muñoz, quien encarna a la autora de Ariel desde un ejercicio histriónico que halla en su poderosa voz el acento rítmico de los mejores poemas de Sylvia, y maneja con eficacia no sólo los versos de la escritora suicida, sino también sus cartas y fragmentos testimoniales, desde una aventura cínica que también emana de esos documentos ahora sacralizados por el lector y el fanático, pero revueltos por la actriz como la bitácora visceral de lo que fueran en su vida. Alrededor de Ángela María Muñoz, giran los fantasmas del mundo que Sylvia Plath retrató en La campana de cristal y las estrofas de El coloso, y en las páginas donde Johnny Pannic acude a dialogar con ella desde un más allá que es la muerte y el teatro. Creo encontrar en esa metáfora metateatral lo más agudo de la puesta en escena: Sylvia, leona de Dios: Ariel, evoca en la cama del hospital tras su segundo intento de suicido al espectro de Medea; acaso una señal que el grupo Matacandelas se hace a sí mismo como guiño, en tanto ese personaje es para ellos ahora mismo parte de un repertorio activo, y traer a La Habana ambos espectáculos nos deja ver, en el mismo escenario-espejo, a la Medea que Peláez construye desde la voz-Plath, y a la Medea que esta agrupación levanta desde la producción que les dirigiera el italiano Luigi Maria Musati. La fuerza del instante en que una mujer herida por su propia mano se reconoce en la máscara de la heroína que quiere ser, es tal que hace ingenua la presencia de máscaras en los actores que interpretan a los médicos: la teatralidad está en la ilación misma con la cual el director abre un espacio sobre el otro, mediante cortes precisos de luz sobre la fábula, y devuelve a pedazos bruscos la propia existencia fragmentada de la poeta. Tanta es la fuerza del rostro y el gesto y la voz de la actriz, que junto a ella los demás intérpretes son apenas figuras de paso, y la madre de Sylvia, sus condiscípulos, Ted Hugues pueden decir poco sobre sí mismos. Sylvia Plath es el vórtice de un huracán que barre con su vida como con los demás órdenes posibles. Sólo Anne Sexton puede, hacia el final de la puesta, igualársele en estatura de personaje, plantarse ante ella y dedicarle unos minutos en los cuales su nombre es también el eco de tantos otros suicidas terribles e ilustres. Poesía-teatro-muerte alzan el nervio espectacular de este montaje, que no se contenta con organizar una imposible biografía de la norteamericana. Es más bien la hagiografía del personaje teatral que es ya Sylvia Plath, y del manejo de ese mito extrae los bordes cortantes que anuncian, en la memoria, otro suicidio de la nueva Lady Lazarus.

TERCERA ACOTACIÓN

En una plaza europea, un grupo de jóvenes poetisas lee en alta voz fragmentos de Sylvia Plath. Sus voces repasan en distintos idiomas los versos de la ahora célebre autora, póstumo Premio Pulitzer, quien durante su existencia fue, para muchos, únicamente Miss Ted Hugues. Como en una ópera renacentista, los versos empiezan a amalgamarse, a convertirse en una coral ascendente, en una suerte de epifanía que quiere hablar con Dios. Alrededor de las mujeres, la prensa internacional dispara sus cámaras. Es una rogativa que exige la canonización de Sylvia Plath: la plaza es, por supuesto, la plaza de San Marcos. Las campanas que llaman a misa se mezclan con las voces cada vez más altas, por encima de un revoloteo de palomas enloquecidas. Es Sylvia Plath en francés, en inglés, en alemán, en serbio. Es el eco de su voz en los poemas escogidos que leen algunas en pésimas traducciones al español. Zapato negro en el que he vivido como un pie pobre y blanco por treinta años atreviéndome a respirar o a estornudar apenas. Cuando las voces alcanzan el clímax, el canto se rompe en un último grito: franco, desgarrador, un grito de mujer que se niega a tener un Dios porque quiere ella misma ser Dios. La cortina cae bajo un nuevo revoloteo de palomas: son las páginas de los libros que leían las poetisas, arrancadas y lanzadas a un aire que levantan los últimos aplausos.

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Confieso recordar este espectáculo con una mezcla intensa de satisfacciones e insatisfacciones. De esa intensidad brota mi interés, y la extrañeza con la cual ahora recuerdo sus imágenes poderosas, la ansiedad provocada en mí ante el levantamiento sobre la escena de una vida en la cual la Poesía era Verdad y Belleza, como quiso Keats. Su carácter de algún modo hagiográfico me incomoda en tanto hace de Plath una figura asfixiada por las tensiones de sus parientes y conocidos, y yo hubiese preferido tal vez participar desde la escena en las maneras que la propia autora se agenció para alimentar sus neurosis y desesperar a quienes la tuvieron por cercana y amiga. Ted Hugues, su esposo sobreviviente, uno de los mejores poetas de la lengua inglesa, es una sombra a la cual hubiese querido sentir más como valor dramático. Pero nada de eso me impide señalar en el montaje de Cristóbal Peláez la certeza de un fragmento de valor poético indudable: uno de esos instantes en los cuales vida, teatro y poesía se hacen uno desde la incómoda posibilidad que es siempre la resurrección. Por estos mismos días, Argos Teatro, el grupo habanero que dirige Carlos Celdrán, logra un milagro semejante en su puesta de Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini. Gracias a ello, toda una generación descubre al artista italiano, como acaba de empezar a preguntarse quién fue esta mujer de palabra acerada y obsesivo anhelo de construirse a sí misma como una gran poeta. Me alegra testimoniar el paso de un montaje tan arriesgado en la búsqueda de ese rostro teatral que se oculta tras toda vida por nuestro panorama escénico, tan escasamente dado a esas normas diversas de lo confesional. Quizás esta puesta en escena pueda hacer sentir a su director, con la sinceridad que fue tan cara a la propia Sylvia, que ella misma se vuelve a decirle lo que afirmó en aquellos estremecedores versos: I am your opus. Y también la nuestra, la de quienes la leemos en la muerte, en el teatro, en sus estrofas. Y aplaudimos.