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La chica que quería ser dios

Por: YURIS NÓRIDO

Una puesta llena de alusiones, parodia, intertextualidades...

Una manera poco convencional de asumir la biografía de una poetisa. Exquisito trabajo de luces.

Esa fascinación que ejercen los poetas suicidas, ese morboso deseo de leer sus versos, buscando entre líneas las pistas que llevan al trágico desenlace. La insatisfacción de quedarse solo con los versos, la necesidad de buscar más allá. La irreverencia de asumir sus vidas como si fueran una novela. La culpa, porque quizás si hubieran muerto como Dios manda, a los ochenta años, en una cama; si estuvieran todavía vivos, dictando conferencias en universidades y congresos; quizás ni nos hubiéramos interesado por sus poemas, que ahora nos parecen extraordinariamente conmovedores, sugerentes, originales.

Hablo desde la perspectiva del espectador, mucho más inquietante es el asunto para los creadores. Qué extraña voluptuosidad la de escribir, cantar, interpretar el tormentoso camino hacia el suicidio de un poeta, precisamente de un poeta, que es como un ser de otro mundo, o mejor dicho, un ser de este mundo que ve más allá, ve más grande, un ser para quien las cosas de la vida tienen otra intensidad, otras intensidades, millones de colores más que para nosotros, los no poetas, que somos los más. En fin, que el suicidio de un artista es una avalancha de palabras, imágenes, peripecias, el suicidio del artista es mucho más que la muerte física, la simple muerte del individuo. Es un estado del universo, demasiado como para no querer contarlo.

Perdonen lo macabro, y perdónenselo también Matacandelas, de Colombia, si es que tienen el privilegio de ver La chica que quería ser Dios. Perdónenle que no dejen descansar en paz a Sylvia Plath, poetisa y suicida. Que la resuciten y la pongan a protagonizar una especie de revista musical arbitraria, sin demasiado respeto por la consecución de hechos, especie de mosaico, con algo de estética de documental (absurdo) de televisión. Una puesta que es un show, parece espectáculo de cabaret que no se preocupa por aclarar, por entender a una mujer que fue un remolino de contradicciones. No quiere explicar, no quiere entender, no quiere condenar ni apoyar, no quiere homenajear, no quiere opinar, no quiere, ni siquiera, ubicar al espectador despistado, decirle por las claras quién fue Sylvia Plath.

Pretende, simplemente, que el espectador sienta a Sylvia Plath. O mejor, que se zambulla en el agujero negro de las múltiples, encontradas, absurdas, alucinantes sensaciones de una poetisa, de una mujer suicida. Que sea Sylvia Plath parece pretexto.

Pero es Sylvia Plath. Indiscutiblemente Sylvia Plath. Allí están sus versos, sus cartas, sus textos, dichos en escena como si los hubiera escrito especialmente para una representación desequilibrada de su vida desequilibrada.

Allí está una Sylvia Plath que no alcanza a decirnos por qué se suicida, simplemente nos arrastra, como si fuera un juego macabro (es un juego macabro), a presenciar su muerte sin estar convencidos de que había razones para morir. A la inquietante experiencia de sentir la inminencia de la muerte sin comprenderla.

La chica que quería ser Dios hace como Dios: niega respuestas concretas