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Cuando digo Manizales digo Teatro

Por: Cristóbal Peláez González

Hemos sido actores y público durante los últimos 25 años –sobre un total de medio siglo transcurrido– desde ese buen día en que pusimos pie a tierra, temerosos de habernos entrometido en un certamen que gozaba del más alto prestigio en la comunidad teatral latinoamericana. Se hablaba desde un comienzo en ese fervoroso ambiente universitario nacional, de un Manizales mítico, como se habla de un dorado brumoso encumbrado imposiblemente en el filo de una montaña a la que, a falta de haberla recorrido, le superponíamos mentalmente la imagen gótica de su catedral que desde la infancia nos había dibujado el álbum de láminas Conozca a Colombia. El Festival había convertido a la ciudad en una leyenda que a punta de teatro, desde sus inicios, representaba un avance espiritual en un país que, todavía en 1973, se resistía a salir del siglo XIX.

En una época en la que no existía el concepto de compañía y la única manera de crear y producir era en grupo, recalaban allí los colectivos más destacados del continente y muchos emergentes que se darían a conocer por sus sorpresivos montajes. Ser parte de este convite era exponerse a la mirada crítica de un público que tenía, más que cualquiera del país (incluyendo a su capital, Bogotá), un kilometraje de obras vistas con una panorámica universal. Atravesar Manizales ha sido siempre una experiencia de honor. También de escollo: se sale fortalecido o destrozado pero, quizá lo peor que puede ocurrir, es pasar desapercibido.

Histórica, entre muchas, es la entrada a Manizales de José Sanchis Sinisterra y su Teatro Fronterizo, con sus clásicos montajes: Ñaque, de piojos y de actores y Primer amor, provocando un entusiasmo inusitado y un salto cualitativo en nuestros modos de enfrentar el escenario. Más allá del impacto de su creación escénica, ha sido el acompañamiento pedagógico y afectivo el gran regalo que el dramaturgo ha brindado al terruño teatral donde se ha prodigado sin remilgos con una sabia concepción estética.

Por allí, con destacadas participaciones, recordamos a Cesar Brie y su irrupción con el Teatro de los Andes y una representación inolvidable de Ubú en Bolivia. Emilio Goyanes y Rosa Díaz, de Lavi e Bel, con A moco tendido, obra que se extiende con una gran acogida a Medellín y un intercambio cultural que se conserva en el tiempo. Otra revelación fue Rafael Spregelburd, con Dos personas diferentes dicen hace buen tiempo, que anunciaba entonces a uno de los dramaturgos más profusos de la escena latinoamericana, ahora con un gran reconocimiento mundial. No puedo dejar de recordar a La Cochera de Córdoba y su extraña y fascinante Choque de cráneos, a partir de textos de Robert Arlt. Me acuerdo de aquel impecable montaje de Divino Pastor Góngora, de Jaime Chabaud y, entre los centenares de obras, prodigiosas puestas en escena para muñecos como Romance de la Niña y el Sapito, de la Libélula Dorada; y El Florido Pensil, de la compañía vasca Tantakka.

Aún deambulan por los pasillos del cerebro, las imágenes oprobiosas de la dictadura uruguaya en Antígona oriental, escrita por  Marianella Morena. Y más recientemente: Tebas Land, de Sergio Blanco; Labio de liebre, de Fabio Rubiano; La cervantina, de Ron Lalá.

Con la acertada consigna de El escenario es la calle, el Festival ha invadido la urbe con un teatro popular y festivo. Inolvidable Al fondo a la derecha, de Zanguango (España), una obra que atrajo a miles a la plaza, y de la que algún exaltado dijo que le parecía un resumen brillante del primer tomo de El Capital, de Marx.

Emerge, entre estos escuetos y sesgados apuntes, el momento en que por azar me senté una mañana, temprana, a hablar con un desconocido en algún cafetín de la Plaza de Bolívar. Me contó que se llamaba Jorge Ricci, del Teatro Llanura. Venían de Santa Fe, Argentina, y que era la primera vez que llegaban al Festival. La chispa de la conversación se encendió de una manera intensa y se prolongó, acompañada por una sobredosis de café, durante muchísimas horas en las que creamos una estrecha interlocución que él más tarde atinó en bautizar, con humor, “homosexualismo escénico”. Su debut lo haría con dos obras que había escrito y dirigido conjuntamente con Rafael Bruza.

Aquella noche fui a verlo, a corroborar que el encanto de su palabra correspondiera con la eficacia de sus producciones. Mientras esperaba sentado en la butaca del auditorio de Comfamiliares, pensaba en todas las plegarias que hice para que la obra que estaba a punto de ver, se elevara a la altura de aquel hombre que me había impresionado en medio de su cordialidad y su fundamentación estética. Se abrió la luz y Ricci y Bauza, bajo la dirección del renombrado Mauricio Kartun, empezaron El clásico binomio, que provocó al final un estruendo de aplausos por aproximarnos, a través de la historia de dos desdichados tangueros, a una metáfora de la condición trágica del actor.

La noche siguiente, en el Fundadores, con Actores de provincia, repetimos un final en la cúspide de la emoción, que nos hizo ver a muchos actores y actrices con los ojos irritados del llanto al salir del recinto.

Después de la representación, muy por la noche, ya casi entrando la madrugada –en esa pequeñísima explanada al frente del Hotel Europa, a la que el Teatro Matacandelas bautizó como El Lloradero, y que tantas veces ha convocado entre el frío, las risas y el Ron Viejo de Caldas, a la tertulia y la ferviente discusión que no pocas veces han terminado en disolución y llantos–, nos reunimos una treintena de participantes a conversar y brindar con algunos integrantes del equipo Llanura, entre ellos el Ricci y el Bauza. Allí, de la manera más espontánea, fue surgiendo un tiroteo de textos de Actores de provincia que desembocó, casi, casi, en una casual representación de la obra, un bis en plena manga, con árboles como telones, con estrellas como tramoya. Irrepetible.

Cuando pienso en Manizales no estoy pensando en su feria, ni en los toros, ni en la ciudad del alma. Tampoco en sol, lluvia o neblina; ni en ese destino tan alabado por el turismo. Escuetamente pienso en teatro, en un escenario que nos ha dado la oportunidad de ver lo mejor. Una plataforma que nos ha conectado al continente y, por encima de todo, nos ha abierto el espacio para reflexionar y hablar de un arte al que Voltaire bautizó –¿equívocamente?– como “divino pasatiempo”.