«El arte no es una suma de adiciones, sino, por el contrario, de destrucciones»
Por: Cristóbal Peláez González
Publicado en la revista Teatros No. 26 | 2022
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De los históricos Talleres Nacionales de Teatro, gestionados y organizados por la Corporación Colombiana de Teatro (CCT), entre finales de los setenta y comienzos de los ochenta, solo se alcanzaron a realizar tres ediciones: Teatro & Narrativa, Teatro & Poesía, Teatro & Música. Tres ejes temáticos que transcurrían de puro milagro entre la diversidad y la altísima cantidad de participantes, con un conglomerado teatral que se caracterizaba por sus disonancias conceptuales, su radicalismo político y a veces su pueril vanguardismo. Los talleres tenían la intención de reflexionar realizando un viaje exploratorio, teórico y práctico, sobre las relaciones entre la escena y todos aquellos componentes artísticos que hasta el momento habían permanecido presentes sin ser objeto de un análisis crítico. Las vanguardias europeas de comienzo de siglo comenzaron a proscribir el concepto de la representación como un espacio exclusivo para el histrionismo y se afanaban para ampliar la concavidad escénica a un espacio de multiplicidad estética. Simbolistas, dadaístas, surrealistas, expresionistas y demás hordas de apostatas habían dado inicio a una guerra popular prolongada contra Aristóteles.
Los talleres nacionales ocurrían cada dos años en una ciudad distinta y hasta allí se movilizaba una gruesa peregrinación de directores y actores de distintas partes del país. Un encuentro que durante siete días reunía a una representación significativa del creciente enjambre teatral, parte del cual estaba recién salido de los hornos universitarios, que por aquellos días se caracterizaba por su juventud, su espíritu contestatario y su urgente necesidad de redefinición.
Es posible imaginarnos la algarabía de ese encuentro —y en algunos casos reencuentro— entre este cardumen de irreverentes entusiastas que además de recibir las nutricias ponencias de expertos (allí pudimos conocer algunos grandes, Blas Emilio Atehortúa y Luis Bacalov, por ejemplo) podían practicar in extenso durante las mañanas ejercicios individuales, a dúos, a tríos y, en las tardes, con grupos formados in situ, prolongados ensayos improvisando creaciones colectivas de cara a un muestreo final. En las noches se disfrutaba como asistentes privilegiados de las diversas puestas en escena que nos ofrecían los grupos de la ciudad anfitriona.
Había poco tiempo para comer, menos tiempo para descansar, pero se sustraía calostro a las horas del sueño para montar corrillos de conversaciones noctívagas, albricias de un ritual bienal para intercambiar amores y antipatías a ritmo de cervezas y rones. Nunca antes y nunca después el teatro en Colombia estuvo tan cuerpo a cuerpo en la liturgia de la conversación y, obviamente, en las encendidas controversias sobre los credos personales y grupales. Al final, ya con un pie en el bus de regreso al lugar de origen, ojerosos, extenuados, lluvias de abrazos y despedidas, la sensación de nuevas amistades y el deseo de ir a replicar a nuestros nichos aquella abundancia de cosas empolladas. De esta manera esos cónclaves nacionales se convirtieron en formidables espacios de confrontación dialéctica y aprendizaje.
Precedido de un prestigio inmenso e impecable, a Santiago García por fin muchos de nosotros pudimos conocerlo. Esto sucedió en el taller de Teatro & poesía, realizado en Manizales. Allí fue donde por primera vez lo vi. A dos metros de distancia esta humanidad que ya estaba envuelta en aroma de leyenda inspiraba en nuestro descrestado provincialismo admiración y susto. Lo vimos y lo oímos casi con una perplejidad religiosa en su disertación inaugural que nos pareció sabia y aguda, histriónica.
Él y Enrique Buenaventura habían diseñado a partir de las funciones del lenguaje de Roman Jakobson y Ferdinand de Saussure ejercicios matinales que constituían una eficaz herramienta metodológica para la creación colectiva. A partir de innumerables acciones alrededor de la frase «Yo me siento en esta silla», único acto de habla permitido a los voluntarios que se regodeaban en hacer monólogos, diálogos y cánones, y que en su variedad permitían entender el análisis y la interpretación del texto dramático desde lo subjetivo. Era una metodología axiomática que anticipó nuestro posterior encuentro con Los ejercicios de Estilo, de Raymond Queneau, obra capital cuya traducción al castellano solo habría de empezar a difundirse mucho tiempo después.
Entonces vi, digo, aquel hombre del cual nunca me podría imaginar que iba a tener sobre mi vida teatral una importancia tan decisiva. De ahí en adelante me dediqué a oírlo, a leerlo, a ver y rever sus puestas en escena. Necesitaba saber si todo lo que había oído decir sobre él era cierto y una noche me encaramé a Bogotá para ver casi que furtivamente, gracias a los afanes de Hugo Afanador, Vida y muerte Severina, que me dio la dimensión de un teatro épico y coral; después vendría todo el repertorio que siempre he recibido con deleite y admiración, aun aquellas obras que no tuvieron la trascendencia de sus clásicos y que no obstante son materia indisoluble de un corpus dramático signado siempre por la pesquisa, el atisbo, el atrevimiento.
Matacandelas era por aquellos días una naciente criatura, grupito juvenil vocacional, compuesto por una chiquillada de colegiales que sentían la curiosidad de las tablas y lo hacían de manera entusiasta y sin mucha continuidad, casi que, a presión familiar, como terapia ocupacional para que no sucumbieran a las malas compañías, a los vicios humeantes tan en boga y a los malos pensamientos del tiempo de ocio, mientras les llegaba el turno de ingresar a una carrera superior y volverse gente seria; otros provenían de barriadas obreras tratando de escapar inútilmente de su inevitable destino de convertirse en carne de fábrica. No había escuelas de teatro, no existían academias de formación. Bueno, sí, había una, pero era peor a que no existiera ninguna.
El teatro estaba considerado como un modo de ser chistoso y el escenario un espacio para hacer monerías. Los más atrevidos lo usaban para ilustrar los lineamientos políticos de organizaciones de izquierda con unos resultados loables en lo político y deleznables en lo artístico. Estaban en fase de cocción algunos grupos independientes que encaraban la pasión de la representación en una ilusoria perspectiva de estabilidad profesional. Muy pocos sobrevivieron a ese trance. El Taller de Artes, relevante proyecto que reunía escena, pintura y música, fue de una permanencia de mediano trayecto. Pero ahí quedan los que, ah misterio, se salvaron del incendio: Pequeño Teatro, Fanfarria y Teatro Popular de Medellín.
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«Las reglas no limitan el juego, por el contrario, lo enriquecen. A más reglas, mayores posibilidades creativas», le oí decir aquella vez a Santiago García en Manizales. Fue lo primero que anoté en mi cuaderno y desde entonces ese registro se ha convertido en un pivote de creación y, ante todo, de demostrada validez para un arte difícil, restringido la mayoría de las veces a las limitaciones de una caja como continente estático y a la instalación de cuerpos que lo convierten en un arte pesado, no leve, con demasiada materia física a contraviento.
El camino no era tan expedito y no todo era admiración para con él. Se estaba consolidando un movimiento teatral preocupado por entender y ajustarse a un contexto mundial, queriendo tomar distancia del teatro como simple entretenimiento y alejarse lo más rápido posible de los viejos modos, esforzándose en asimilar, refinar y aplicar teorías que llegaban desde diversos puntos: Brecht, Grotowski, Artaud, teatro del absurdo, tercer teatro, teatro antropológico, teatro de la crueldad. Bullía un vademécum de información que entraba de manera vertiginosa —mimeografiada a menudo— sin que a veces se tuviera el tiempo y la fundamentación teórica para realizar una adecuada digestión. A Santiago García muchos le reprochaban los conceptos de creación colectiva, otros le increpaban su compromiso político tan cercano a la ideología comunista y no faltaban quienes se declaraban herejes frente al cuño de nuevo teatro.
Ese «nuevo teatro» tiene fecha de nacimiento precisa con el Teatro El Búho, cuyo gesto de ruptura habría de encontrar continuidad en tierra firme con la fundación del Teatro Casa de la Cultura y posterior Teatro La Candelaria. Tampoco hemos de creer que es la denominación de origen con una sola persona a bordo, pues ese momento que rompe las formas convencionales arrastra muchos nombres y alberga desde el ilustre japonés Seki Sano, Carlos José Reyes, Enrique Buenaventura, hasta los nombres de actores y actrices que estuvieron comprometidos con la aventura: Lucy Martínez, Vicky Hernández, Consuelo Luzardo, Celmira Yepes, Gustavo Angarita, Miguel Torres, Eddy Armando, Kepa Amuchástegui, Patricia Ariza, Ricardo Camacho, Jorge Alí Triana, y entre aquellos, el entretanto y el un poco después, muchas otras figuras que hoy conforman la constelación de nombres que son parte de la historia más contundente del teatro colombiano.
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El ámbito escénico no era insular frente al contexto. Bogotá que hasta plena mitad del siglo XX todavía tenía tufo a aldea y aun no asumía su vocación de capital, tardaba en empezar a contaminarse de las nuevas corrientes del pensamiento y la estética. En el año 54 entra la televisión a Colombia que habría de demandar un incremento en la producción de contenidos dramáticos y es, también el año, coincidencia, en que arriba al país Marta Traba insuflando reflexión sobre la necesidad de un modernismo en las artes, una cruzada que realiza a través de sus grandes posibilidades como artista y crítica. Y empiezan a emerger, a la grupa de una «modernidad aplazada», los nombres de Enrique Grau, Edgar Negret, León de Greiff, y una nueva generación de bohemios que clamaban por un cielo distinto y tenían como carta de presentación ser habitantes de cafés como el Windsor, El Automático y El Cisne. No en los rutilantes salones, no en la academia, el parto de un nuevo arte en Colombia tiene como fragua los cafés y los humildes escenarios. El nadaísmo habría de dar la evidencia más precisa de su partida de bautismo con un estallido iconoclasta. Ante el estigma de la bobería nacional que tildaba a sus priostes con menosprecio de «grupito de rebeldes», los nadaístas replicaban con piedras en la boca: «La sociedad somos nosotros, los rebeldes son ustedes».
Poco antes, en el torbellino de aquellos años y como alumno de Seki Sano aparece un joven arquitecto de la Universidad Nacional, de 27 años, que en las oscilaciones entre la pintura y el teatro otea la posibilidad de darle continuidad a sus juegos de niño en su pueblo natal, Puente Nacional, Santander: «De esas representaciones infantiles que hacíamos en casa para la familia y los vecinos recuerdo una obra que escribí y dirigí, se llamaba Sisí y Mimí. Se titulaba de esta manera porque había una niña que a todo le decía que “si” y otra que era muy egoísta y para todo era “mí”. Mi madre aupaba y me felicitaba por esas veladas. Mi papá que era un militar permanecía serio y lo único que me dijo fue: “Tan ridículo que lo verán”. Y vea pues, ahí me quedé, en el ridículo del teatro. Como nunca me han gustado los niños —yo odiaba mi ser de niño—, quería ser adulto de una vez por todas, a veces me plantaba frente a un espejo y me miraba con rabia y le gritaba a esa imagen: ¡Santiago pendejo, crecé de una vez!».
Seki Sano fue expulsado de Colombia bajo la acusación de comunista y en tan solo seis meses, en palabras de Santiago García: «Hizo todo el mal que pudo, nos envenenó a un montón». Y es ahí cuando el aspirante a actor y director empaca maletas y siente la curiosidad de profundizar estudios en Praga, París, Roma; periplo al que le añade una estancia de observación y aprendizaje en el Berliner Ensamble, de Brecht, que para esos momentos se consideraba el teatro más destacado del mundo.
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La imposibilidad en aquellos años de hacer en Colombia un teatro continuo, con elencos estables, la inexistencia de compañías que garantizaran la permanencia en la creación y la proyección, la ausencia de un público que respaldara una producción continua, la carencia de una auténtica, o por lo menos mediana, tradición teatral, el vacío de dramaturgias nacionales, llevaban a la inevitable zozobra de cualquier proyecto. Esa infancia teatral estaba necesariamente sometida a unos modos de producción rudimentarios. Y aunque ya había nacido la Escuela Nacional de Arte Dramático (ENAD) cualquier tentativa se convertía en una posibilidad muy frágil, donde solamente encontraban alguna estabilidad los actores y las actrices que habían logrado hallar puerto en los teledramatizados, y aun así fueron muchos los que incursionaron en los brillos apresurados de la pantalla para poder financiarse su devoción por el teatro.
El resto era la oleada de agrupaciones universitarias que contribuyeron en mucho con su exaltación política y su disposición a la experimentación logrando redimir para el repertorio nacional autores de la vanguardias internacionales.
A esos impulsos revolucionarios obedece la creación del Festival de Teatro de Manizales, que nace precisamente con la impronta de universitario. Antes, lo expresaba Santiago García, «eran prácticas muy caseras, muy personales, con montajes sencillos en barrios y colegios, con una presencia constante de culebreros y saltimbanquis que es de lo más puro y más ingenioso», sobre todo por sus soluciones escénicas y su sátira política, que encuentran un gran fervor entre un público espontaneo.
Santiago García fue quien supo interpretar esa realidad nacional para convertirse en uno de los protagonistas de la transformación. Lo hizo de manera lúcida a partir del estudio y su permanente cavilación poética que tiene como rúbrica la fundación de su grupo. Un apasionado renacentista que investiga y comparte de manera generosa con el entorno teatral.
Muchos de nosotros bebíamos de esa fuente. En Medellín y en todo el territorio antioqueño el teatro solo existía como un asomo fantasmagórico, que apenas si rebullía en las esporádicas veladas estudiantiles, los sainetes veredales, los ceremoniales religiosos y las rarísimas apariciones de compañías españolas y argentinas que ofrecían comedias de entretenimiento.
El concepto de un teatro que pudiera ser la expresión social de identidad, que hurgara en el adentro de un latido humano como parte de un momento histórico, que diera voz, sentimiento y pensamiento a una época no estaba todavía como una posibilidad estética.
Y cuando surgía, en el teatro, en la pintura, en la literatura, se convertía en objeto de persecución y la consecuente amenaza de aplicación de excomunión. Ahí están la pintora expresionista Débora Arango, silenciada por cometer tres crímenes: ser mujer, ser transgresora en lo político y pintar desnudos; el filósofo Fernando González, cuyos textos, según orden arzobispal, estaban prohibidos «por derecho natural y eclesiástico», y era «pecado mortal reimprimirlos, leerlos, retenerlos, venderlos, traducirlos a otra lengua o prestarlos a los demás», y un notable asesinato eclesiástico con el fotógrafo Melitón Rodríguez, a quien se le aplicó la execración, que equivalía exactamente a convertirlo en un muerto viviente, con una prohibición general a la población para comprarle lo que producía, que se extendía de igual manera a la prohibición para venderle comida.
Así eran estos lodazales rayando y saltando la mitad del siglo XX, un siglo que espiritualmente, por acción del clero y la clase dirigente, vino a asomarse a nuestra existencia, a trompadas y con sangre, con sesenta años de retraso.
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De esta manera, Santiago García se constituye en un revolucionario del teatro que provoca con su pensamiento, sus obras, la conformación de un grupo y una sede, la tentativa de unos modos de creación y producción para confrontar la aridez general, y también como perspectiva para la formación y la continuidad del oficio actoral. Es parte fundamental de ese comienzo y evolución que pone nuestra corta historia teatral en sincronía con el mapa mundial. Las secuelas han florecido: ahora existen cientos de sedes teatrales en gran parte del territorio, millares de actores y actrices, profesionales y aficionados (aficionados, qué envidia) que despliegan su despensa y su pasión en todas las formas y corrientes estéticas, profusión de dramaturgos y directores que traspasan fronteras con textos y puestas en escena; hay osadía, dedicación, capacidad para crear y deconstruir, marchando como lo proponía Gorki, citado por Santiago García, en el doble papel de comadronas y sepultureros. Un movimiento teatral que ha sido capaz no solo de sofocar la asfixia aldeana, soportar persecución, indiferencia y hambre, también una inmensa capacidad de resistencia y perrenque para reflotar, incluso proponer nuevas políticas públicas sobre arte y cultura y finalmente obtener como emblema el reconocimiento a una actriz, brotada de ese aljibe de pioneros, y que fuera en tiempos señalada y amenazada de muerte, como ministra de Cultura.
Alguna vez Fabio Rubiano, que participó en casi la mitad de los años que perduraron los Talleres Permanentes de Creación e Investigación Teatral, que mantuvo la CCT bajo la orientación de El Iluminado —¿fueron quince los años?— hablaba de la prodigalidad y la tenacidad del maestro para mantener durante tanto tiempo esa cátedra que a la postre se constituyó en el único laboratorio de exploración avanzada en los suelos, a veces tan imprecisos, del arte teatral. «¡Un teórico impresionante! Y es una lástima que nosotros no hicimos lo que hicieron los alumnos de Wittgenstein, o lo que hizo Platón con Sócrates: recoger un poco más lo que él decía. Por fortuna tengo todavía mis cuadernos del taller».
Parte de ese corpus teórico investigativo no se perdió, qué fortuna, y un inventario de su pensamiento queda en esa maravillosa compilación de Teoría y práctica del teatro, en edición de Iván Andrés Chávez, de reciente publicación en Tienda Teatral.
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De él, que es mi más grande enseñanza teatral, recuerdo:
— Una actitud permanente a considerar todo como transitorio, transformable, considerable.
— El rigor.
— El valor del azar en la creación.
— La posibilidad de la multiplicidad en la mirada.
— La equivocación, el error, las crisis, como elementos esenciales en el ejercicio estético.
— No darle ninguna importancia a la importancia.
— El desprecio por el mundo burgués, encarnado no solo en los burgueses (aquí no hay burgueses, solo finqueros) sino, lo que es peor, en los pobres como los más expuestos a sucumbir en las pompas del éxito y el arribismo.
— El fracaso de la especie humana.
— Su comunismo.
— Su generosidad para compartir saberes.
— Su descreimiento de todo.
— Su pesimismo y su optimismo.
— La comida compartida en pandilla.
— Su jipismo.
— Su ser consecuente.
— Su alergia a toda la fetidez oficial.
— Su constante preocupación por la relación entre arte y ciencia.
— Su amabilidad.
— Su anarquía.
— Su perrenque.
— Su convicción por el teatro como espacio de libertad y de rebeldía.
— El gusto por el tomate de árbol y el tamarindo.
— El disfrute de las extensas noches en el Teatro La Candelaria y su histrionismo con sus relatos de vida que atraían a curiosos y provocaban aplausos. (La lista la encabeza su historia de «La vez en que Santiago García fue Klaus Kinski»).
— Su cordialidad.
— Todos los insultos y regaños al Teatro Matacandelas.
— Su mala leche.
— Su inteligente hipocresía (histriónica) para liberarse de situaciones difíciles.
— Su fingido radicalismo para hablar mal de la niñez, de las obras de títeres y de sus propios actores.
— Su facilidad para dejarse dar cuerda y contar anécdotas.
— Su visión única, patafísica, de cualquier suceso.
— Su equilibrio.
— Su desequilibrio.
— Su desfachatez.
— Su discurso teórico.
— Su inteligencia.
— Cuando empezaba a renegar furioso a media voz entre no me oiga y óigame.
— Sus convites a los autodenominados taque-taques (tragos de aguardiente) que programaba para las noches de domingo —solo en domingos— para «burlarnos del capitalismo». Allí oficiaba de único actor protagonista y todos nosotros nos dedicábamos a verlo y oírlo para tanquear Santiago.
— Su irredimible costumbre de los nombres en Inglés: Michael Towers, para Miguel Torres, Michael Blond, para Miguel Rubio del Teatro Yuyachkani de Perú, Gilbert Martin, para Gilberto Martínez.
— Su divertida forma (actuada) de bailar en el quiosco del parque del municipio de San Carlos, Antioquia, estilo yeyé y gogó, la incredulidad de las admirativas jóvenes, la fila para bailar con él. Inolvidable.
— Su inapelable decisión de irse de un sitio si se sentía mal.
— Una cierta tarde, en el Teatro La Candelaria, una conversación extensa, póstuma, entre él y Enrique Buenaventura, entre silencios y cuentos, relatos serenos de gigantes, la posibilidad de estar allí y escuchar y ver y sentir, el testimonio de una historia teatral a cuerpo ardiente entre dos monstruos.
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La última vez que lo vi fue en el patio del Teatro La Candelaria. El hombre se quedó mirándome en un esfuerzo displicente por reconocerme. Preguntó:
— ¿Quién es este güevón?
— Maestro, es fulano de tal, del Teatro Matacandelas.
Puso a vibrar sus labios haciendo sonar un pedo de desprecio:
— ¡Pobre güeva!
Y se fue yendo invicto con su repetitivo estribillo del pasodoble caraqueño «La pelota, la pelota/ la pelota de Carey/ es un baile muy de moda…»
Me alegró la tarde comprobar que Santiago García seguía siendo Santiago García.
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Acabo de notar que no escribí ni una sola línea sobre Santiago García como actor. Ya la puede escribir cualquiera que haya tenido también la inmensa dicha de haber visto a ese poderoso animal deambulando por un escenario.