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EL PARQUE LLERAS Y SYLVIA PLATH

Por: Sandro Romero Rey

Sandro Romero

No se cuántas veces he visto la obra LA CHICA QUE QUERÍA SER DIOS del Teatro Matacandelas de Medellín. Pero, cuando supe que la habían puesto de nuevo en su temporada de repertorio, les hice el viaje. Son muy pocas las experiencias escénicas a las que les pago un avión. Pero la pieza consagrada a la poeta estadounidense Sylvia Plath bien vale, no una misa, sino una religión entera. Y sí. El gusto por el trabajo que lidera Cristobal Pelaez Gonzalez desde hace décadas produce una suerte de entusiasmo fanático que yo no voy a esconder, ni mucho menos sino que, por el contrario, lo grito a los cuatro vientos para que más y más feligreses se sumen a la bacanal.

Mi pasión por el Teatro Matacandelas comenzó con el montaje dr O Marinheiro, la ceremonia en la oscuridad de un poema estático según Fernando Pessoa. A partir de allí, cualquier encantamiento podía pasar. Y sucedió justo con los Angelitos empantanados, la mejor versión escénica del universo de Andrés Caicedo que yo haya visto. Con esas dos obras podía darme por bien servido, pero no. A lo largo de los años siguieron como trombas: con Los Diplomas, con Edgar Poe, con Los ciegos de Maeterlink con la Medea de Séneca y despuntaron el nuevo siglo con Sylvia Plath: la chica que quería ser Dios.

La chica que quería ser dios

A mí me da la impresión de que el detonante de la experiencia escénica del Matacandelas no son los textos dramáticos sino la poesía. O mejor, la imagen poética. O, para ser más exactos, la poética de la muerte. Quizás por ello se han nutrido de la obra de escritores suicidas o al borde del abismo, como los ya citados o Jorge Holguín, Fernando González, Ezra Pound, Cepeda Samudio o la más reciente obra maestra del grupo, el feliz homenaje al poeta Jaime Jaramillo Escobar (X 504), cuyas cenizas están en un nicho de la casa del Teatro y su gesta literaria ha sido celebrada a gritos con la puesta en escena titulada J'aime.

He vuelto a ver La chica que quería ser Dios y trataba de responderme a mí mismo la pregunta que me hacen con tanta frecuencia: ¿por qué me gusta tanto el Teatro Matacandelas? He sacado algunas conclusiones, todas insuficientes: en primer lugar está su rigor. Eso no se improvisa. El esfuerzo se nota y se siente mucho más cuando uno vive la agitación perpetua que se respira en esa casa. No descansan nunca. Luego viene la pasión por la palabra y su perfecta articulación con los recursos de las tablas. En tercer lugar, creo que el hecho de ver convertidos a sus actores en grandes músicos le confiere a sus espectáculos una magia adicional. Por otro lado, creo que pocos colectivos saben iluminar sus obras con tanta precisión como lo hace el Matacandelas. De hecho, el director Peláez aun hoy está al lado de la consola conduciendo el barco a feliz puerto.

La Chica Que quería ser dios

Sylvia Plath es, por lo demás, una obra exaltada, un espectáculo de cabaret sobre la gesta de una escritora suicida. Es una experiencia de excesos, desbordada, pantagruélica, grotesca, brechtiana, épica, pero de una belleza que lastima. Produce una envidia criminal. Y uno quiere que se les caigan en las cabezas los reflectores a los diez o más intérpretes para que, por favor, no nos humillen más con su virtuosismo.

La historia de Sylvia Plath a mí se me parece a la de Virginia Woolf. Escritoras depresivas y geniales, con maridos que hicieron de todo por mantenerlas en pie, pero que pudieron más sus pulsiones tanáticas. No obstante, el Matacandelas nos cuenta la fábula de Plath como si fuera la historia de la ciudad de Mahagonny: una Norteamérica inventada, como la que construyeron Bertolt Brecht y Kurt Weill en la Alemania de entreguerras. Es un cuento didáctico, de carteles y fotografías ampliadas, de canciones que parecen prestadas a Louis Armstrong y a Nina Hagen. En medio de todo este paisaje digno de un "Speak Easy" de Chicago, se destaca la figura de la actriz Ángela María Muñoz, monstruo de la escena, quien pone toda la carne en el asador para que salgamos del teatro con los pelos de punta. Al final del espectáculo, una letanía punk con todos los muertos del Arte, un escupitajo a los maestros de la guerra contemporánea y un "morir y dejar obra" caicediano, con la imagen de un zapato rosa de tacón puntilla. Oscuridad. Merecida ovación y posterior fiesta con Edson Velandia.

La chica que queria ser dios

La noche anterior a la presentación de Sylvia Plath fui a dar un paseo nocturno por el Parque Lleras, ahora enrejado para tratar de evitar la prostitución y el tráfico de estupefacientes. Me sentí en la ya citada ciudad de Mahagonny, un lugar inventado para vivir del pecado y de los excesos. Nadie puede controlar a los demonios porque el "sexo, drogas y reguetón" ya está instalado en la piel de Medellín. Pensaba en cuántas ciudades se esconden en la capital antioqueña y cómo, en el fondo, terminan comunicándose la Medellín arribista del Parque Lleras y el averno del centro, entre las calles Bomboná y Girardot, donde el Teatro Matacandelas ha construido su bunker para atrapar la felicidad.