La historia del teatro en Medellín no está escrita, se zarandea en la cabeza de Eduardo Cárdenas
Publicado en el Periódico de Medellín en Escena - Edición 89
Por Cristóbal Peláez González
Nos referimos a esa parte de la historia, finales de los años sesenta del siglo pasado: ese momento en el que se da comienzo a una renovación escénica, con un movimiento teatral universitario audaz que se atrevió a desafiar estilos de representación tradicionales —costumbrismo, neoclasicismo, naturalismo— y se expandió, estética y políticamente, por territorios inexplorados. Este movimiento conjugaba elementos donde público, espacio de representación, lenguaje escénico y la misma función social del teatro —entretener, deleitar, divertir— se ponían en entredicho.

El parto de esa renovación fue provocador, altanero. Allí se rompió la cuarta pared, se inventó la diatriba con un nuevo género, el panfleto. Se asumieron dramaturgias de otras latitudes, otras técnicas, otros lenguajes, otras formas de interpretación actoral. Entraron en legión al escenario los excluidos, los no representados, los descarriados, los perseguidos, los distintos: venían como fantasmas vestidos de obreros, de campesinos, y portaban martillos, hoces, guadañas y, al otrora divino tablado del decoro y la cultura, le entró la mugre, el populacho; o sea, la modernidad. La sociedad decente, la del bien, la de la buena moral y las buenas costumbres, respondió con desprecio, con marginación y, en muchas ocasiones, con persecución y cárcel.
A Eduardo Cárdenas hay que reprocharle no tener esa parte de la historia escrita. Él parece preferir esa narración no como materia inerte, estampada en los libros, sino como cuerpo vivo, materia ardiente para aderezar sus imperecederas noches de tertulia y aguardiente. ¡Y vaya si las ha tenido! Bohemio, nómada, muy distraído a veces por lo terrenal, y exhibiendo una curiosa despreocupación por el futuro —no digo que la tenga, quizá la finge— da siempre la apariencia de un hombre tranquilo. Su decir es pausado, muy amable. Tal vez en ocasiones haya subido el tono de voz, seguro que sí, pero a lo largo del extenso trayecto en el que lo conocemos, no nos consta. Su memoria, ya reconocida en estos paisajes teatrales, es de tal «milimetría» que a veces es capaz de decirnos puntualmente fecha, hora y lugar de un estreno de los años de upa, detallar elenco, circunstanciar anécdotas y hasta precisar si esa noche llovía o no. Exagero, pero no miento.
1
Sí, señor, yo soy de Manizales. Me trajeron cuando tenía apenas nueve añitos. La historia mía es muy sencilla y se la voy a contar.
Mi padre trabajaba como mecánico industrial en una fábrica llamada Compañía Manizaleña de Tejidos. Sus dueños decidieron venderla a Pepalfa, que era también una empresa de calcetines, aquí en Medellín. Se trajeron toda la maquinaria y, obviamente, para rearmarla necesitaban un mecánico muy eficiente: mi papá. Una vez terminó el trabajo, le dijeron: «Usted se queda», y le ofrecieron un contrato. Ese cambio de ciudad fue muy brusco para mí.
Nos instalamos en una casa maravillosa, muy cerca de Pepalfa, ahí no más junto al Cementerio San Pedro. Mi papá ni siquiera se había dado cuenta de que estábamos en una zona de prostitución. La sorpresa llegó una noche, recién instalados, como a la una de la mañana, cuando empezaron a tocar la puerta gritando: «¡Servicio! ¡Servicio!». Mi papá, asustado, se asomó por un postigo.
—¿Servicio de qué, amigo? —preguntó.
—¿Pues de qué va a ser? ¡De putas, viejo güevón! —le respondieron.
—Uy, la embarré —dijo mi papá.
Al día siguiente empezó a buscar nueva vivienda, por ahí cerca de la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia. Lo chévere de todo es que, como aquello era un territorio de barrio, fui conociendo la ciudad. Con solo doce años, en compañía de un hermano mayor, nos dedicábamos a recorrer calles y a tomar cerveza. Comencé a beber desde muy joven.
Terminando el bachillerato, ya frecuentaba el Salón Versalles. Allí veíamos a unos personajes que más tarde identificaríamos como parte del ambiente cultural: eran los nadaístas, los cantantes de tangos, los poetas. ¿Y por qué iban allá? Porque el dueño, don Leonardo Nieto, un hombre de mucho mundo, les daba acogida a todos los que venían del sur a hacer presentaciones de tango, y a muchos otros que llegaban al rebusque.
Ingresé a la Universidad Nacional a estudiar ingeniería civil y, de repente, me encontré metido en el grupo de teatro dirigido por Jairo Aníbal Niño. Por esas cosas que se van dando una tras otra, conocí a Yolanda García Reina y a Edilberto Gómez; ellos venían del Teatro Experimental de Cali.

2
Cuando Gilberto Martínez fue secretario de Educación Municipal, logró algo importantísimo. Recordemos que don Pablo Tobón Uribe había dejado fondos para construir dos grandes obras: un teatro y un hospital. Ambas existen hoy, pero al fallecer el mecenas, el dinero se agotó y las construcciones quedaron a medio terminar. Gilberto, desde su cargo, presionó y gestionó un acuerdo para que el Municipio de Medellín asumiera la finalización del teatro.
Eso hizo posible que para 1967, dentro de las jornadas inaugurales, se realizara durante una semana completa —y esto es histórico— el Festival Nacional de Teatro Universitario. Había que ver al cura Fernando Gómez Mejía, desde su programa radial La Hora Católica, vociferando que ese festival era una acción del demonio, que las obras eran pecaminosas, que el comunismo se estaba tomando a Medellín.
Hubo mucha presión para que no se llevara a cabo. Sin embargo, Gilberto Martínez, con gran valentía, se mantuvo firme. Desafió órdenes de la Alcaldía y la Gobernación y, a riesgo de perder su cargo, logró que el festival se hiciera. Vinieron grupos de Barranquilla y Cartagena, y también participamos los de las universidades de Medellín: la de Antioquia, la Nacional, la Bolivariana y EAFIT. Como Universidad Nacional, nos presentamos con una obra de Fernando Arrabal titulada Guernica.
Gilberto fue a su vez el fundador y director de la Escuela Municipal de Teatro. Ahí estaban los ya mencionados Edilberto, Yolanda y Jairo Aníbal Niño; también el gran músico chileno Mario Gómez Vignes, quien fue el que hizo la música de uno de los montajes emblemáticos de la escuela: La excepción y la regla, con toda la norma brechtiana de la composición musical.
Por allí, entre 1966 y 1972 —que fue el tiempo que duró la escuela—, deambuló el grueso de una generación que constituyó parte importante del teatro en Medellín, desde mediados hasta finales del siglo XX, y que más tarde desembocaría en la Escuela Popular de Arte (EPA).

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Creo que a Gilberto Martínez nadie le ha hecho en forma un reconocimiento por lo que significó para el teatro que nosotros hacemos ahora. El tiempo de él es el de una transformación teatral: es el tiempo de Rafael de la Calle, el de Marta Isabel Obregón, el de Rafael Arango, y el de tantos que fueron parte del grupo de teatro El Duende, dirigido por Sergio Mejía Echavarría, un tipo súper godo, pero ¡qué verraco actor!
Martínez y de la Calle abandonan El Duende y fundan El Triángulo. No considero a El Triángulo un grupo profesional porque casi todos sus integrantes —la mayoría de origen judío— tenían otros oficios de gran relevancia. Eran personas muy cultas y adineradas que practicaban el teatro de manera ocasional o eventual. Ahí estaban apellidos como los Rabinovich, los Vinograd y los Vayda.
¿Y sabes dónde ensayaban? ¡En el Club Campestre de El Poblado! El salón disponía de dos mesas: una con viandas y otra con licores. Como te podrás imaginar, los ensayos a menudo terminaban en fiesta. Era más que un ensayo; era un evento social con mucho glamour.
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Jairo Aníbal se estableció en Medellín en 1965, pero su permanencia fue breve, pues lo desterraron en 1972. Esto ocurrió tras escribir y montar La masacre de Santa Bárbara, una obra que abordaba la huelga de los obreros de la planta de cementos El Cairo.
Los obreros, en su protesta, se habían tomado la carretera para impedir el paso de los camiones con cemento. La empresa no cedía en la negociación. Fernando Gómez Martínez, director y dueño del periódico El Colombiano, que en ese tiempo (1963) era el gobernador, consultó al ministro de Trabajo, Belisario Betancur, que le respondió: «Que pasen los camiones por encima del que sea».
Y arrancaron los soldados a echar bala. Masacraron a doce trabajadores, hubo treinta y nueve heridos y más de cien detenidos. Allí —no se me va a olvidar nunca ese nombre— asesinaron a la niña María Edilma Zapata, de diez añitos. El abogado que representó a la parte civil en la demanda contra el gobierno fue Alberto Aguirre.
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Esta historia la quiero contar porque es muy interesante. Póngale cuidado. Cuando Jairo Aníbal comenzó a escribir la obra sobre la masacre, tomó una decisión radical: no podía entregarnos el libreto completo a los actores. La razón era simple y contundente: al tratarse de un texto tan subversivo, existía el riesgo inminente de que la información se filtrara y la producción fuera detenida. Por eso, el libreto nos fue entregado de forma fragmentada.
En cada ensayo, Jairo Aníbal nos daba los textos a pedacitos, directamente a cada actor. Además, la obra tenía un marcado carácter coral, muy de consignas, con coros que recitaban, por ejemplo, boletines de prensa enteros.
El montaje incluía cinco muñecos cabezones. Cada actor se «calzaba» con uno de ellos para interpretar su rol: el Gobernador, el Obispo, el Militar, el Comerciante y la Primera Dama. Los demás actores éramos soldados, con un simple casco y palos de escoba a modo de fusiles, que de pronto se transformaban en obreros protestando. Lo más impactante: el Tío Sam manejaba una marioneta que representaba a Belisario Betancur.
Era, sin duda, un show muy poderoso; el teatro panfletario en su máxima expresión.
Un día, como a ocho días del estreno, me llamó Irene Morales, esposa de Jairo Aníbal: «Eduardo, vino en la mañana un camión de la Cuarta Brigada y se llevaron a Jairo Aníbal». Ahí mismo prendimos las alarmas y nos pusimos en contacto con Alberto Aguirre, alertando a todos los que pudimos.
Poco después lo soltaron y el hombre nos relató lo que le había pasado:
—Me llevaron a un salón inmenso de la Cuarta Brigada. Las paredes estaban cubiertas con todos los mapas de las subregiones de Antioquia. En medio de esa inmensidad, solo había una mesa con dos sillas. De repente, un zumbido, y unos telones comenzaron a cerrarse, cubriendo los mapas. La puerta se abrió y entró el comandante de la Cuarta Brigada con una carpeta bajo el brazo. Me indicó que me sentara, y así lo hice.
Luego, depositó la carpeta sobre la mesa y me preguntó: «¿Usted por qué hizo esto?». Abrí la carpeta y vi que era el libreto completo de la obra. ¡Nos habían infiltrado! «Yo no hice esto», le respondí con firmeza. «Esto lo hicieron ustedes. Yo lo que hago es contarlo».
—Aquel tipo se quedó mudo. Después, empezó a decirme que no podía montar esa obra, que era agitacional, que era subversiva, y blablablá. Terminaron por soltarme por allá como a las cuatro de la tarde.
La obra se estrenó finalmente en el Teatro Camilo Torres.
Otra obra que montamos con Jairo Aníbal fue Golpe de Estado, una propuesta en la que un presidente y un general se disputan el poder a través de gallos de riña. Lo más particular es que la hicimos con gallos en vivo. ¡Habrías visto al público, cómo se emocionaba y gritaba!
Con esta obra participamos en el Festival Nacional de Teatro Universitario. El jurado, compuesto por Enrique Buenaventura, Óscar Collazos y Gonzalo Arango, nos otorgó el premio gordo: representar a Colombia en el Festival Mundial de Teatro de Nancy, en Francia.
Y allá fuimos a parar, ¡con gallos incluidos! La tarea de llevar esos «putos gallos» hasta allá me fue asignada a mí y fue una odisea larguísima, pero digna de contar. Para abreviar, esa experiencia consolidó mi encontronazo total con el teatro.
Andaba por el séptimo semestre de mi carrera, pero el viaje a Europa, que terminó durando seis meses, me desajustó por completo. En un almuerzo con mi familia solté la noticia de mi retiro de la universidad. Mi mamá se puso en plan infarto: «¿Y qué vas a hacer?», me preguntó, y le dije que ya estaba estudiando en la Escuela Municipal de Teatro. Mi papá fue más radical: «O trabajás, o te vas». Tuve la fortuna de que me resultó trabajo dirigiendo los grupos de teatro de la Universidad Autónoma y el Colegio Marymount.
6
En la escuela tuve una desavenencia con Gilberto.
Un día llegó y nos entregó a cada uno una carpeta. «Lean», nos dijo, «este va a ser de ahora en adelante el programa de la escuela». Abrí la mía y vi Hacia un teatro pobre, de Grotowski. Así que a leer y a estudiar.
Días después, nos reunió de nuevo:
«Voy a preguntar uno por uno: ¿está de acuerdo con que Hacia un teatro pobre sea el método y el texto oficial de la escuela, o no?».
Muchos de nosotros respondimos que no.
«Entonces», sentenció, «ahí está la puerta».
Al salir, le contesté: «Arrieros somos y en el camino nos encontramos».
Y mira tú, el destino nos dio la razón: nos reencontramos en 1987 para fundar la Casa del Teatro.

7
Me fui a vivir y a trabajar a Barranquilla porque mi hermano, ingeniero químico, fue contratado por una empresa de plástico y me mandó a llamar: «Véngase para acá, que le tengo su buen trabajo, apartamento, y hasta las llaves de un carro».
Ya estaba instalado en Barranquilla cuando, un día cualquiera, me topé con Rodrigo Saldarriaga. Nos conocíamos bien, pues habíamos trabajado juntos en La masacre de Santa Bárbara. Conversando y conversando, llegamos a la conclusión de que allá no se podía hacer teatro, que teníamos que devolvernos para Medellín. Y así lo hicimos.
Una vez de vuelta en Medellín, nos unimos a un grupo llamado Columna de Fuego y trabajamos en un montaje titulado Cubo de azúcar.
Cuando se planteó la idea de un nuevo proyecto, Rodrigo propuso su adaptación de un texto: Anacleto Morones. De inmediato, algunos lo rechazaron, argumentando que la obra «no tenía nada que ver con la actualidad de la lucha de clases en Colombia».
La discusión se puso tan acalorada que Rodrigo se levantó y declaró:
«Juan Rulfo es el realista más importante de la literatura latinoamericana. En él se inspiran García Márquez, Vargas Llosa y hasta el putas. Los que quieran montar Anacleto Morones se quedan; los demás se pueden ir». Ahí incluía al que había creado el grupo, Efraín Castellanos. Aquella discusión se dio, ¡cómo le parece!, en un comando político del MOIR. Fue entonces cuando Rodrigo sentenció: «Nos vamos ya para el patio de atrás y vamos a ensayar esta obra».
Corría el año 1975 y ese fue el momento clave, la génesis del Pequeño Teatro, que fundamos seis güevones: Rodrigo, John Jairo Mejía, Óscar Muñoz, Efraín Hincapié, Jorge Villa y yo. Más tarde se unirían Juan Guillermo Rúa, Henry Díaz y Ramiro Rojo.
Los ensayos comenzaron en la Universidad de Antioquia, luego pasaron a la casa de Rodrigo, y después al Teatro Yamesí, en El Poblado, un espacio donde también funcionó la Cinemateca El Subterráneo y, posteriormente, inició operaciones la naciente Teleantioquia. Hasta que nos dio por alquilar una casa lote en Villa Hermosa, a media cuadra del parque, frente a un bar con un nombre tenebrosísimo: El Silencio. Año 1976, pagábamos 125 pesos de arriendo, ¡y qué dificultad para juntar esa plata cada mes!
A todas estas, Rodrigo fue invitado por el Teatro Libre de Bogotá para que los acompañara a un taller en Bérgamo, Italia, citado por Eugenio Barba. Voy a hacer un paréntesis: a ese taller asistió Grotowski, dizque llevaba un nativo de África, que era como su mascota. No se sentaba en sillas, permanecía en cuclillas. Rodrigo llegó muy trastornado por eso, decía que era una exhibición muy maluca.
El asunto es que aprovechó para darse una vueltecita por Londres, visitar la tumba de Shakespeare y, en París, enloquecerse con el Piccolo Teatro de Milán y su representación de Arlequín, servidor de dos amos. De ahí que nos proponga, a su regreso, Los intereses creados, de Benavente, ese gran tributo a la comedia del arte.
En el año 1981, en medio de una crisis muy profunda en el grupo, nos retiramos seis integrantes.
8
Quedé como en el aire y me puse a trabajar como pintor de brocha gorda. Un día cualquiera, ahí pintando, en Maracaibo con la Oriental, el Hotel Bolívar, con la ropa manchada y todo, me fui a desayunar a Versalles y me senté, sin darme cuenta, espalda contra espalda, con el mellizo Leonidas Monsalve. Me volteé a saludarlo: «Quiubo, Melle», y me increpó con humor: «Eduardo, qué estás haciendo aquí vestido así. Respetá a Versalles, güevón». «Pues ya ves, pintor de brocha gorda». «¿Vos? No jodás, ni por el verraco. Me acaban de nombrar director de la Escuela Popular de Arte. Traeme tu hoja de vida». Se la llevé, y a los dos días me llamó: «Listo Eduardo, ya estás nombrado». Y ahí quedé vinculado laboralmente al Municipio de Medellín hasta 1986.
Luego me salió la oportunidad de llegar a Extensión Cultural Departamental como promotor de teatro y con mejor salario, por supuesto. La sicóloga me advirtió: «Eduardo, este trabajo te va a afectar tu relación familiar, te va a joder el matrimonio. Esto es de estar puebliando todas las semanas; vas a estar en Medellín escasamente sábado o domingo».
Tal pasó.
9
En el año 85, en el Festival de Manizales, tuvimos la oportunidad de ver al Teatro Fronterizo, con Ñaque o de piojos y actores, una dramaturgia de José Sanchis Sinisterra, a partir de la novela de Agustín de Rojas, El viaje entretenido. Quedamos embrujados; Luis Carlos Medina más embrujado que todos.
Empezamos a gestionar para que Sanchis Sinisterra viniera a la Escuela de Teatro de la Universidad de Antioquia y, de paso, dar talleres en la ciudad. En su estadía le propuse que hiciéramos un grupo y me dijo: «No, lo que vamos a hacer es crear un punto de encuentro, de investigación, de confrontación estética que trascienda el concepto de grupo. Algo plural: se va a llamar Casa del Teatro». Y entonces convocó a Luis Carlos Medina, profesor de la Universidad de Antioquia; a José Gabriel Mesa, director de Teatro Estudio; a Víctor Viviescas, director de Teatro El Aquelarre; a Gilberto Martínez, director de Teatro El Tinglado; y a mí, que en ese momento andaba sin grupo, pero muy metido en todo el agite teatral.
Seis años estuve allí. Con el tiempo todos, incluido Sanchis Sinisterra, se fueron yendo. Todos no, porque al fin quedó Gilberto.
A Pequeño Teatro volví en el 90 para el montaje de Las cuatro estaciones, de Arnold Wesker, y en el 93 renuncié a Extensión Cultural porque, francamente, no me gustaba el ambiente. Me fui al Pablo Tobón Uribe con el cargo de conserje —¡qué término tan feo y aburridor!, ¿sí o no? Mejor digamos «jefe de escenario»—, pero tampoco me pude entender con Norella Marín y solo estuve seis meses.
Mire, hermano, como todo me cae oportuno, preciso, por ese tiempo Pequeño Teatro iba a estrenar su sala grande —aquí en la carrera Córdoba— con La tempestad, de Shakespeare, y recibí invitación de Rodrigo para volver. Después hicimos El ejército de los guerreros, y ahí me fui yendo y quedando, y aquí me estás viendo, en Pequeño Teatro, a mis 81 años, todavía trepado en un escenario.
Venga, hermano, apague ese aparato, lo invito a un tinto.
Ve, mirá la palmera del patio, cómo está de grande, de linda. No la vas a creer: sus raíces llegan hasta la avenida La Playa.