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CON INTENSIDAD Y PLENITUD LO QUE QUISE SER EN LA VIDA: MAESTRO

Por Cristóbal Peláez González - Transcripción: Juan David Correa

Cristóbal entrevistando a Jorge Eines

“Si un alumno le tiene miedo a los muertos, yo no lo mando al cementerio a las cuatro de la madrugada”. J. E.

Impresionante. Su fuerza, su capacidad verbal, su sabiduría, la cordialidad que le permite ser un bromista genial. Un fantasioso que podría haber sido cómico de oficio. No requiere escenario convencional porque su teatro está instalado dentro de su ropa, es él mismo. Su cuerpo grande oscila a veces con una torpeza encantadora, y su cara porta la dualidad: no sabe uno si con esas cejas inclinadas está a punto de llorar o de reír. Sus sesiones de taller son –en el buen sentido de la palabra– un espectáculo, por su manera de gesticular, enfatizar y liberar discurso sin menoscabarle profundidad a su maestría. Vino por segunda vez a Medellín a instancias del Departamento de Teatro de la Universidad de Antioquia, y se prodigó en un intercambio de amistad con el conjunto del movimiento teatral. Está signado por un gran respeto y cariño por el actor: “cada vez estoy más enamorado de los actores”. Ellos son el gran objetivo de su reflexión, y por ellos ha escrito sus libros Alegato a favor del actor, El actor pide, Formación del actor y Hacer – Actuar, textos que profundizan en el arte de la interpretación y conforman una obra pedagógica única, necesaria.

¿Cuándo aparece el teatro en mi vida? Ahora que lo pienso no lo dije nunca en una entrevista, lo voy a decir en este momento: soy judío, los orígenes de mi familia son judíos, mi padre muere cuando yo tengo once años, y eso es una marca muy fuerte. En el lugar donde se instala la orfandad, también se instala en mí la melancolía. Mientras mis amigos escuchan Los Beatles, yo escucho tangos, porque mi papá era el tango y yo me conectaba de alguna manera con él a través de Julio Sosa, de Goyeneche... Mi madre entonces, por tradición judía, decide acelerar mi ceremonia de Bar Mitzvah –que se suele realizar a los 13 años–, un equivalente a la comunión para los católicos; es el pasaje de la infancia a la hombría. Yo me preparo para leer un trozo en hebreo de La Torá (Ley de Moisés), y la gente se suele aburrir mucho en esa ceremonia porque normalmente el chico que sube ahí no tiene voz, habla muy bajito, lee mal. Cuento todo esto porque es el primer momento de mi vida en que yo me siento actor. Me subo ahí adelante, en la sinagoga, imaginate esa iglesia grande en Buenos Aires, digo la primera frase medio cantada, y levanto la vista y me doy cuenta de que no me están haciendo mucho caso. En ese preciso instante algo en mí se dispara, con lo cual siento que estoy en ese lugar y debo conseguir que lo importante sea yo, ¡y hago una actuación! Recuerdo cuando bajé cómo me felicitaban, todos creían que yo iba a ser rabino, porque fue un acto interpretativo de muy buena calidad.

Entendí que era un actor, que de ahí en adelante quería ser mirado, quería que me escucharan, quería narcisísticamente ser el centro de atención, e iba a jugarme la vida para tratar de conseguirlo.

Es la primera vez en mi vida que tengo una percepción de lo que busca un actor en la condición de la escena. Como dicen los franceses: las cosas se entienden après coup, después del golpe. Yo entendí esto mucho tiempo más adelante, incluso después de haber estudiado medicina, filosofía, de haber hecho muchas cosas.

No quería ser médico, sino actuar de médico

¿Por qué estudiar medicina? Hay un chiste muy a propósito: alguien se le acerca a la Virgen María y le dice: “¿estás contenta con tu hijo?”. “Ahí, más o menos”, contesta la Virgen. “¡Cómo más o menos, si tu hijo es Jesucristo! ¿Qué más se puede pedir?”. “No –replica la Virgen–, yo hubiera preferido que fuera médico”.

Trato de darle gusto a mi madre, después recoloco todo. ¿En qué quedó la religión? El judaísmo me quedó como una ética, nada más. Estudiando medicina me doy cuenta de que quería ser médico porque quería actuar de médico, no para curar a la gente. Abandono y me paso a filosofía. Me encuentro con el maestro Raúl Serrano, y recibo en dos años, en su academia privada de teatro, una gran dosis de inquietud, de interés; él es quien me presenta a Stanislavski. Yo iba mucho al teatro, mi madre me enseñó a ir, todos los sábados nos íbamos de noches de teatro. De pronto, por accidente, aparece un mundo, cruce fundamental en mi vida, cuando conozco a Arturo Ripstein.

Arturo Ripstein

La hija de la gran amiga de mi madre conoce y se enamora de Arturo Ripstein en México. Vienen a casarse a Buenos Aires y hacen una fiesta por todo lo alto. Ripstein entonces tenía veinticinco años, y ella veinte. Tengo la suerte de ser invitado a la boda. Un año más tarde voy a México con mi madre en un viaje de recreo, de turismo, y como es lógico vamos a visitar a la esposa de Ripstein. En ese momento creo que a Arturo le gusto mucho, como adolescente inquieto que yo era, y a mí con mis diecisiete años me gusta mucho él. Hablamos bastante. Me lleva con él al cine, me acompaña, prácticamente me adopta.

Me gusta mucho la manera de ser extemporánea, expresiva, de Arturo en aquel momento, una especie de mundo que yo no conocía del arte, esas vidas diferentes a las vidas burguesas, y más equilibradas, socialmente correctas, a las cuales yo podía estar cercano. Entonces ahí me pasa algo profundo, porque es el momento donde tomo contacto con el mundo del arte.

Maestro

Las clases que recibía en las noches con Raúl Serrano, yo iba y las repetía en el día con unos alumnos que me conseguí. Empiezo a dar clases a esa edad porque descubro con toda intensidad y plenitud lo que quería ser en la vida: maestro. Entre mis alumnos tuve a Rita, la hija del gran actor Oswaldo Terranova. Ella ahora es una gran actriz, y siempre le digo que ella fue quien me hizo maestro, porque Rita tenía trece años y yo tenía veinte, y en aquel momento me dijo: “creo en ti”. A poco, con amigos formo mi grupo, y empiezo a trabajar también con niños. Mi primer libro, La didáctica de la dramatización, es mi experiencia con los niños, y ahí ya tengo la convicción.

Si algo te puedo decir, es que en mi vida me han pasado cosas

Se muere mamá yendo en un coche a Mar de Plata, se destroza, pobrecita, en un accidente con su marido, que finalmente, después de diez años, consigue para rehacer su vida. Es una cosa tremenda ¿no? Voy a recogerla, no estaba muerta, tuve que cargarla, llevarla, los médicos, intervención… una tragedia.

En ese mismo año estreno mi primer espectáculo como director, Chapatutti en Sandilandia. Se representa en un teatro céntrico y tengo un éxito impresionante. Es una obra de contenido ideológico para niños que plantea la revolución en escena, y es la causa por la cual los asesinos de Videla me vienen a buscar seis años más tarde. Sandilandia es el lugar donde se producen las sandías de la señora Chapatutti, y los trabajadores se niegan a trabajar los domingos (canta):

La sandía del domingo nunca crece,
porque un día de descanso se merece.
Si la sandía trabaja durante toda la semana,
quiere dormir el domingo a la mañana.
La sandía sandía del domingo nunca crece,
¡Revolución!

¿Quieres que te cuente cómo terminaba? Con todo el teatro de pie cantando (puño en alto):

Todos tenemos manos,
y todos tenemos dientes,
y un montón de pelos,
y unos grandes ojos,
y una panza que llenar.
Unamos todas las panzas,
todas las panzas del mundo,
todas las panzas con hambre,
las nuestras y las demás,
pa papapapa rara pa,
unamos todas las panzas.

Un teatro para 300 personas, siete meses en cartel todos los fines de semana, y a veces repetíamos función. Había un gran fervor revolucionario, todos querían llevar a sus hijos. Me costó bastante recuperarme de ese éxito, ¿no?, porque yo creía que el teatro era así, que era fácil, y tardé en darme cuenta de que no.

El nombre sofisticado que le ponemos a los errores: experiencia

Mi segunda obra para público adulto, escrita por mí, fue equivocada, un fracaso. No va nadie, van los tíos, los primos, los amigos, y cuatro tontos que pasaban por ahí, pero bueno, aprendo, aprendo. Después monté otra que se llamaba Treinta treinta, no estuvo mal pero no tuvo público. Luego un café teatro que funcionó, y de pronto me dije: ¿Qué quiero yo? ¿En dónde estoy? Recién casado con Nora, como la de Ibsen, le digo que nos vayamos para Europa a ver teatro. Juntamos algún dinero y empezamos una correría de casi un año. Me acuerdo que comía una sola vez al día para poder pagarme las entradas al teatro. En París conozco a Jacques Lecoq, alcanzo a recibir un curso corto con él, luego termino en Israel dando un seminario en un Kibbutz.

A mi regreso a Buenos Aires hago el Woyzeck de Georg Büchner, con un éxito muy grande. Obtenemos premios y me hace una entrevista La Opinión, el diario más comprometido, más de izquierda, que me destaca en la última página un día domingo, el día más leído. Quince días más tarde me vienen a buscar a mi casa los asesinos de la dictadura.

La buena suerte (Mario Roberto Santucho, in memoriam)

Una noche tardo mucho en llegar a casa, paso a recoger a mi mujer a casa de sus padres; está con mi hijo Federico, recién nacido. Más allá de la una y media vamos a dormir, y a las seis de la mañana me golpea el portero: “Don Jorge... que lo han venido a buscar ayer”. “¿Quién me ha venido a buscar?”. “Pues, este… militares, estaban escondidos detrás de los árboles, con ametralladoras. Me preguntaron muchas cosas sobre usted, les dije que usted era un caballero, que nada, que era un señor, que jamás ningún problema ni nada, y me contestaron: 'y si, de Santucho decían lo mismo'”.

Huyo deprisa para Uruguay, me refugio en un balneario de Punta del Este, pues Montevideo no es del todo seguro. Con la ayuda de amigos, a mis 26 años llego a España, con mujer e hijo, una mano atrás y otra adelante, a ver qué hago, a remar a contracorriente; primeros meses inolvidables, no recuerdo haber estado peor en la vida.

Actores no, declamadores

En el 76 en España la formación de actores no existía. Si tú tenías que ir a formarte como actor, era que no eras actor. Los actores se formaban por familia, por herencia, porque eras hijo de fulano, porque tu tío era actor; “a texto sabido no hay mal actor”, lo único que importaba era saberse el texto de memoria, todo frontal, todo bla bla, todo mentira, todo mentira, todo mentira, casposo, mal teatro, todo sólo para que se entienda, para que se vea, todo exterior. ¡No había dónde trabajar! No tenía con quien hablar, el valor del concepto pedagogía no existía como tal. Yo venía de un país donde eso era fundante, en Buenos Aires eso era de peso, y me encuentro en un lugar donde no me entendía nadie nada: “Stanislavski...”, “¿Stanissssqué?”. En cuarenta años de franquismo no se había oído hablar de Stanislavski, tal vez porque era ruso, un rojo, quizá por aquello del oro de Moscú, no sé. No existía la formación del actor, la escuela de arte dramático se llamaba Escuela de declamación, ¡declamación! Aunque parezca mentira las clases consistían en subir a los alumnos a una silla a que movieran las manitos e hicieran vocecitas, era un desastre.

Contrabandista de anticonceptivos

En Madrid no me salía nada, mi situación monetaria era crítica. De pronto resulta un señor que va a Portugal y necesita a alguien que le maneje el coche, y yo me ofrezco con la condición de que me permita ser acompañado por mi mujer y mi hijo.

En España estaban prohibidos los anticonceptivos, y yo iba en un 850, un coche chiquitito, a Portugal, con un señor contrabandista de anticonceptivos, que ya estaba quemado en todas las aduanas y necesitaba otro al volante; hacerlo en familia le resultaba muy conveniente. A vuelta de Portugal las puertas del coche estaban por dentro llenas de pastillitas. Yo no sabía nada, ¿sabés cuándo me entero? Estábamos de vuelta en Madrid y este señor me dice: “¿En qué trabajás?”. “Soy director de teatro, pero no tengo nada”. “Yo te puedo ofrecer algo, un trabajo bueno… Mirá, yo no te quería decir, pero yo ando en traer cosas de Portugal. Tengo un trabajo muy bueno que ofrecerte, escuchá: quiero que vayás por todos los bares caros, de importancia, y negociés con los metres, con los camareros, para que te guarden las botellas vacías de whisky importado. Si juntas de aquí a fin de año unas mil botellas ganamos un dinero formidable. Lo que yo hago con las botellas es rellenarlas con whisky de mierda y venderlas como regalos de fin de año, y no hay ningún problema, porque si a ti te regalan en navidad una botella de whisky importado, pero te dan una mierda, no vas a llamar a quien te la regaló a decirle que es una mierda, nadie dice eso. Así no tengo ningún problema. Si aceptás vamos por mitades en el negocio”. Me negué a esa estafa de vender whisky, pero sí estuve ocho meses trabajando como contrabandista de anticonceptivos. (Nota bene: ¿Sí será verdad que se negó a vender whisky?)

Mundo Noche

Por suerte conocía a Óscar Vanegas, su hija había sido actriz en mi Woyzeck. Él trabajaba con programas de televisión, y fui a que me echara un cable. Le dije: “Óscar, necesito trabajar”. Dijo: “yo estoy produciendo para television española un programa que se llama Mundo Noche. Lo estamos haciendo en trece capitales del mundo, y aunque Munich es una ciudad sin vida nocturna, tenemos que hacerlo como sea porque nos compensa económicamente. ¿Me acompañas a Munich a ver qué hacemos?”. Nos vamos y me ofrece asumir la producción de Munich Noche con un sueldo de noventa mil pesetas, que era mucha plata. Pude por fin invitar a mi mujer a comer a un restaurante de lujo.

Munich Noche, una anécdota

Te cuento lo de Munich porque fue maravilloso. Allí estábamos, y teníamos que hacer un programa de cincuenta minutos con el tema de la noche, en una ciudad que no tiene noche. Estabamos en el “Oktoberfest”, la fiesta de la cerveza, que es la cosa más pelotuda del mundo: unos enormes hangares con gente bebiendo cerveza, comiendo salchicha, y la diversión consiste en que puedes dirigir la orquesta si pagas cien dólares. Te pones ahí, haces como un estúpido, así, con la manito, y la orquesta toca cualquier cosa, lo que toca siempre, y tú te sientes director. Eso es “Oktoberfest”, y a cada rato pasa una camilla con un muerto o un desmayado de beber cerveza, porque se van muriendo –no es una metáfora, te lo juro, se mueren bebiendo cerveza.

Filmamos cinco minutos de eso, después hicimos otros cinco minutos de cantantes tiroleses, y empezamos a preocuparnos. Nos dijimos: “macho, aquí no hay nada, la cartelera de eventos nocturnos está vacía, ¿cómo vamos a hacer un programa de cincuenta minutos?”. Empezamos a contratar lugares y grupos, y rodábamos a las once de la mañana. Filmamos algo de teatro de arrabal, un acto de jazz, una cosa de mimos. Les contratábamos cinco minutos de filmación. ¡La gran noche de Munich la inventamos filmando a las once de la mañana! Llamábamos a una empresa que nos surtía de extras para hacer de público, nos mandaban cuarenta o cincuenta personas, porque eran pequeños lugares como café - teatros “nocturnos”. Una mañana miro a un lado y al otro del público, y le digo al director: “Rodolfo, tenemos un problema, la empresa siempre nos manda el mismo público, la cámara siempre muestra las mismas caras”...

Regreso a Madrid

Al regreso Óscar quiere que yo siga como productor. Le digo que no, que quiero trabajar en lo artístico. Presento a televisión española El misterio de María Roget, sobre Poe. Lo rodaron enseguida, y ahí fue donde recibí el primer síntoma de una cosa grave en España, que algo pasaba con los actores, que era un mundo muy chato, muy pobre, muy alejado de lo que yo había vivido. En algún momento me le acerco a Verónica Forqué, la protagonista, y le pregunto: “¿qué tal te pareció la versión con relación al original de Poe? “Ah, no leí el cuento”, y yo: “perdoname, ¿no leíste el cuento de Poe?”. Voy hacia otro actor y le hago la misma pregunta: “Ah, no, no leí el cuento”… A nadie, a nadie de todos los que trabajaban en ese seriado, que duraba una semana, se le había ocurrido leer el cuento original. ¡Aquí pasa algo que yo no conozco!, me dije, porque en Argentina hasta a la actriz más tonta se le ocurre por lo menos leer el cuento, a ver qué hizo Poe y a ver qué hizo este hombre. Ahí me empecé a dar cuenta de ese mundo creado por el franquismo, con su posibilismo tan mediocre. La batalla ideológica tapaba agujeros, y en nombre de Brecht se combatía a Franco.

Especialista en Stanislavski

En la mitad de eso tengo una suerte maravillosa. Maruja López, profesora de la escuela de teatro de Madrid, había visto mi Woyzeck en Buenos Aires y le había parecido maravilloso. Me pone una entrevista con Ricardo Domenech, el director de la Escuela. Entrar allí era lo que más deseaba en el mundo, pues era mi salvación económica y espiritual. Ricardo era consciente de que la escuela era un desastre, y me dijo: “Yo te necesito en esta escuela, déjame ver cómo hago, te prometo que te voy a llamar”.

Yo no tenía papeles como español, ni título alguno como profesor. Un día por fin me llama, me inventa un contrato con el Ministerio de Educación que consiste en una tarea que sólo puede realizar una persona de otro país, porque en España no hay un especialista en eso, y me convierte en un “especialista en Stanislavski”. El ministerio traga que esa es la única opción, y me hacen un contrato donde me pagan la mitad que a cualquier otro profesor.

Mi título

Te voy a contar una de las anécdotas más lindas de mi vida. Tres años más tarde, en la Real Escuela Superior de Arte Dramático, me dicen: “Mire, Eines, usted tiene que ser profesor oficial, no puede seguir de esta manera. Hemos hablado con la Escuela de Arte Dramático de Córdoba y están dispuestos a hacerle un examen especial, que llamaríamos convalidación de titulación, en el cual usted va a obtener un título español con el cual puede entrar aquí como profesor oficial, sin ese título no puede. “Muy bien –me digo–, me ayudan porque me necesitan, saben que la escuela es muy mala y profesores no sobran”. Me voy encantado una noche en autobús a buscar mi título a Córdoba, llego cansado y trasnochado a la escuela, a las nueve de la mañana sale el director: “Ah, encantado, Jorge Eines”. Como ya tenía dos libros publicados tenían noticia de quién era. Me dice: “Hemos hablado con todos los profesores y haremos su convalidación en dos partes, una ahora, con examen de asignaturas de primero y segundo, y otra en septiembre con el resto de asignaturas, ¿sí?”. Y me pregunta: “¿Prefiere el examen a puerta cerrada, durante media hora con cada profesor de asignatura, o quiere que hagamos un tribunal general donde esté con todos y cada profesor le va haciendo una pregunta con su respectiva calificación?”. Y yo que me agrando en situaciones de público y difíciles, opté por el tribunal general.

Empieza el examen con ocho o nueve profesores. Una de las asignaturas es teatro infantil, el primer profesor me hace una pregunta de teatro infantil que me da justo en la pelota, pues con mi libro La didáctica de la dramatización había ganado el premio del Ministerio de Educación, y me hago una disertación de la hostia. El profesor de interpretación, que era el director, me hace una pregunta sobre acción escénica en Stanislavski, y me fajo otro discurso, y ahí ya los otros profesores quedan francamente alucinados. A partir de ese momento pasa algo extraordinario: el examen se invierte y los profesores siguientes no me hacen la pregunta. Me dicen: “Le voy a contar qué trabajo y cuál es mi programa, y usted si quiere me asesora y me ayuda a mejorarlo”. Ahora yo les pregunto a ellos, en vez de que ellos me tomen el examen a mí, ¡le paso examen a cada profesor! Todos asumen que mejor es tenerme de consultor, de asesor, y así me ponen “sobresaliente” en todas las asignaturas. Me invitan a comer a “El Caballo Rojo”, el mejor restaurante de Córdoba, me tratan como si fuera Peter Brook, terminamos en borrachera. Miguel Salcedo, el director, que en paz descanse, me dice: “Jorge, vas a tener que volver en septiembre y vamos a tener que volver a hacer lo mismo, porque hay que hacerlo, lo legal es lo legal”. Vuelvo en septiembre y al momento de llegar me dicen: “Mire, hemos hablado los profesores y queremos decirle que si a usted no le parece mal le ponemos la misma nota, y nos vamos de una vez a comer a El Caballo Rojo”.

Otros aires

Hace once años pedí la excedencia en la escuela, porque me parecía que se había agotado mi camino en lo oficial, que ya tenía que plantearme otras cosas. Di casi veinte años de mi vida con mucha entrega, con mucho compromiso. Fui director del departamento de interpretación, me esforcé mucho en hacer que funcionara, pero se me agotó la escuela, empezaron a pasar muchas cosas cuando creció. Ahora es una escuela monstruosa, es un lugar universitario, no artesanal, y eso le hace mucho daño a nuestra profesión. Se convirtió en un tanatorio todo blanco y grande, dos teatros enormes, es horrible. La gente no se conoce, los profesores no se ven, ya no hay ni supervisión ni coordinación en los pasillos; terminó por ser completamente impersonal, fría. Terminé por sentirme mal, tuve mucha confrontación con Juan Antonio Hormigón, con quien tengo posturas antagónicas. Te quiero decir que yo no he tenido buenas relaciones, creo que no me quieren. Hay una cosa histórica mía en España: mis libros los han vivido como los de alguien que les dice lo que no quieren escuchar, como acusaciones, no como aportes para mejorar la profesión. No me siento escuchado ni valorado por mis alumnos y por mi gente. Evidentemente mis libros se leen en todo América, y en España mucho, y me llegan correos todos los días, y eso, pero en la profesión no me siento ni integrado ni valorado.

Brillando como puerta de burdel

Te cuento lo que me pasó el año pasado en Buenos Aires. Dubatti me invitó a una historia de teatro comparado, entonces se trajeron montones de Macbeths, todos con sus diferencias, entre otros un Macbeth hecho en España, en televisión. Los espectadores se morían de risa de lo malo que era, se burlaban, me sentí como avergonzado. El problema es que se ha sumado un nivel muy bajo a una cantidad tremenda de dinero, que lo que hizo fue fomentar las más caras mentiras bonitas que yo he visto en la historia del teatro. He visto espectáculos de Francisco Nieva, por ejemplo, especialista en mentiras bonitas. Allí lo importante es que sean telas muy caras, sistemas escenográficos caros. Tú coges los programas de mano y las críticas y sólo encuentras términos como “monumental”, “grandioso”, “derroche de fantasía”, pero nunca se habla de las interpretaciones porque siempre quedan sepultadas por el gigantismo de la producción; ahí el actor es parte de un decorado costoso. Hubo un momento bueno en el teatro catalán, Sanchis Sinisterra dio una batalla con ese teatro, pero los catalanes siempre tomaron por el lado del dinero. La primera obra española buena que yo vi fue Antaviana, de Dagoll Dagom, que hacía cosas diferentes. ¿Qué pasó con ellos? Como todos en el teatro catalán, eligieron el dinero.

Yo sigo yendo al teatro una o dos veces por semana. Hay algunos directores muy interesantes, Mario Gas, por ejemplo; con él tengo un buen vínculo, es de los pocos que creo que me respeta, me entiende, lee mis libros.

Escuela de interpretación Jorge Eines

Mi escuela es un lugar muy raro. Mi perfil ético y técnico lo veo bastante equilibrado, aunque en España soy un bicho raro. No me importa mucho el dinero, cobro la mitad de lo que podría cobrar, tengo mucha gente que beco, entonces claro, soy raro, soy sospechoso, en el sentido de que si uno no le da mucha importancia al dinero en un país como España, entonces es sospechoso. “¿Qué nos está vendiendo este? ¿Cómo cobra la mitad de lo que puede cobrar? ¿Por qué? ¿Qué droga vende?”. ¿Entiendes lo que te quiero decir? Cuando me fui de la escuela oficial hace once años vino alguien a decirme que se decía que me fui porque ya era millonario, que no podían entender que dejara una cátedra. ¡En España nadie deja una cátedra! No existe eso, lo más que se puede ser es funcionario. ¿Cómo se me va a ocurrir a mí, para colmo argentino, dejar una cátedra? Se entendió como un desprecio, ser catedrático en España es lo más que puedes ser en educación. “¡Dejar la cátedra! ¡Quién se cree que es este! ¿Cómo dejás una cátedra?”. ¿Entiendes lo que te quiero decir?

Ensayo 100

En el año 83 hago Ivánov en el María Guerrero, y me doy cuenta de que nadie me entiende un carajo, que el único que más o menos entiende lo que hago es el crítico catalán Juan León. Creían que Chéjov era naturalismo pacato, chiquitito, que Chéjov era eso que habían hecho siempre con él, que era hablar y hablar, aburridor. Veo que ahí no voy a conseguir que me entiendan y me quieran, en relación a las cosas que yo necesito que valoren, y ahí es cuando invento Ensayo 100. Fijate, del María Guerrero me paso al teatro alternativo, y no al revés. Ensayo 100 surge esencialmente por la urgencia de poner en escena La revolución de Isaac Chocrón, una obra que nos gustaba mucho y no teníamos dónde ponerla. Maravillosa esa obra, dos homosexuales en el escenario haciéndose mierda uno al otro con el dolor de la vida, un montaje hermosísimo. Lo reestrené tres veces, pero nunca conseguí que viniera la gente. Terminamos el espectáculo y no conseguimos ningún lugar en Madrid para estrenarlo. No había nada, no existía un teatro que lo tomara. El teatro alternativo en Madrid lo inventamos Ángel Ruggiero en La Cuarta Pared, y yo en Ensayo 100. Fueron las dos primeras salas alternativas.

Convoqué a unos alumnos míos y les dije: “Hagamos una sala”, “pero no hay...”, “inventémosla...”. Después nos pusieron “teatro alternativo”, pero primero se llamó “teatro garage”. Abrimos Ensayo 100 en la plaza de Chueca, la zona de los homosexuales ahora. El primer espectador de la calle vino siete meses más tarde, ¡siete! Yo recuerdo que le preguntábamos a los espectadores, todos venían por el primo, el amigo, la novia... Y una noche llegó un señor: “Que yo quiero una entrada”. “Sí, ¿de parte de quién?”. “No, lo leí en el periódico...”. Casi nos morimos, lo tocábamos: “Fírmenos aquí, por favor. ¿Usted lo leyó?”. “Sí, y decidí venir aquí”. ¡No lo podíamos creer!

Era una salita pequeña, de sesenta localidades, y ahí hicimos La revolución, La señorita Julia, el Tío Vania... Pero no sabés la de gente que metimos, porque a La revolución no vino nadie pero en las otras metíamos setenta personas, sobrecupo, y la gente se apiñaba, se sentaba en el suelo. Me volví famoso porque no dejaba escapar a nadie, si alguien venía y no había lugar, lo acomodaba como fuera. Y así fuimos remando, sin ninguna subvención, a punta de taquilla, pero llenando muchas funciones.

Final con un poco de veneno destilado

Los actores no recibían nada, en el montaje de La gaviota fue donde pudimos repartirnos unas pesetas. El proyecto finalmente, en medio de limitaciones y contradicciones internas, se agotó y decidimos liquidarlo. Nos costó un ojo de la cara, porque antes habíamos acogido allí a un ecuatoriano, que llegó desvalido, en la inopia, entonces le dimos trabajo. Le resolvimos su situación de informalidad, fuimos muy solidarios, y luego él se portó como un soberano cabrón. Nos demandó por haberle dado trabajo sin tener documentación legal, nos acusó de haberlo defenestrado al obligarlo a realizar aseo y otras tareas siendo un profesional. Nos sacó mucho dinero. Cuando lo increpaba: “¿Che, cómo hacés esa putada después de todo lo que hemos hecho por vos? ¿Por qué me obligas a hablar mal de vos?, el infame respondía: “No tengo nada que decir, hablá con mi abogado”. Hasta el juez que llevó el caso me decía: “¡Qué hijo de puta! Y lo triste es que la ley está a su favor”. Anotá su nombre: XXXX XXXXXX. Tenelo en cuenta si vas a Ecuador, que no te vaya a estafar, ¿eh? Aparte de eso me encantaría que ese miserable se acercara un día y te dijera: “Venía a saludar, soy XXXX XXXXXX”, y vos le respondieras: “A ti en esta casa no se te saluda”. “¿Por qué?”. “Porque hemos hablado con Jorge Eines”. De verdad, Cristóbal, me encantaría, me daría un placer.

Entrevista tomada de la edición No. 21 del periódico de Medellín en Escena