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El protagonista soy yo
Entrevista a Jorge Iván Grisales

Por: Cristóbal Peláez
Transcripción: Karen J. Crespo

Lo primero que vi, hace tantos años, fue la sonrisa y es también lo último”.
Borges

Del Mono Grisales solo hay que exponer su hacer: actor destacado en el Taller de Artes —recordado por todos en la memorable El arquitecto y El emperador de Asiria—, profesor de Teatro de la Escuela Popular de Arte, EPA, profesor de cátedra en la Escuela de Teatro de la Universidad de Antioquia, graduado en periodismo, especialista en dramaturgia, director. Hace poco la Alcaldía de Medellín le concedió un palmarés como maestro ejemplar. Tiene en su inventario los libros: Los versos del nadador ciego (poesía), Dramaturgia del acontecimiento social (Teatro. En preparación el tomo II), Método para el manejo de la voz escénica (técnica actoral), participación en diversas publicaciones y en antesala otros dos libros de poesía, más un volumen de cuentos. Todo el chiringuito teatral lo quiere y él corresponde siempre con una sonrisa, la eterna sonrisa del Mono Grisales.

Foto de Jorge Iván Grisales

Foto: Juan David Correa

I

Un muerto es muchos muertos, dos muertos son ya una multitud

Vengo de la Universidad de Antioquia. Después de 20 años, por fin, en la Escuela de Teatro me asignan la dirección de un montaje de graduación. Una puesta en escena con mayoría abrumadora de mujeres, que es lo que predomina ahora en todas las escuelas.

Eso exactamente es lo que está ocurriendo en La Red de Artes Escénicas de Medellín.

También sucede con la Red de Música. Yo no sé a qué se debe eso, ¿será porque los muchachos se fueron para la guerra? En el Taller de Artes lo masculino era lo predominante. Pocas mujeres pasaron por allí, Florina Lemaitre, Patricia García, Ana María Cano. Pero para el tipo de montaje que me propongo con la escuela de la universidad no es problema esa mayoría femenina, porque parto del teatro del acontecimiento social, el sentir y la enciclopedia de la gente, parto desde ella misma como un universo sobre el cual me muevo: la mujer violada, fracturada, encerrada, abandonada. El punto de partida es el arquetipo, dígase Clitemnestra, Antígona, Electra, y las voy trayendo y ubicando en el espacio, en la contemporaneidad, con un texto de testimonios, en permanente transformación. Trabajo siempre a partir del cuerpo y desde la transversalidad del dramaturgo, del actor como dramaturgo, desde el cuerpo y con el cuerpo, pues este es un recipiente de emociones. Como en el espacio se hace es una cadena de emociones al fin y al cabo, entonces voy a esa enciclopedia en el espacio, apoyado en el movimiento, en el cómo y el por qué hago el movimiento y ahí, a través de las acciones físicas, van surgiendo todos los elementos, utilería, escenografía, luces. De algo que aparece como caótico en su comienzo va emergiendo la puesta en escena.

Trabajo de exploración, no de conocimientos aplicados.

Los actores me van contando cosas y yo las voy amarrando. Como la chica que me dice “cuando voy a despedir a mi novio lo tengo que acompañar unas cuadras abajo, para que él pueda atravesar esa frontera invisible”. ¿Si ves?, ese espectro de una frontera en la ciudad me va proporcionando un contexto social y un espacio.

La ciudad dramatizada. Ese teatro del acontecimiento social no es una preocupación nueva en vos.

Todo el tiempo, desde la Escuela Popular de Arte con Pulsiones. No le había dado la asignación, ni había desarrollado el concepto, pero ahí estaba, hasta llegar a Buscando mis huesos que la hice a partir de la masacre de El Salado, una tragedia terrible que me impresionó mucho.

La masacre de El Salado fue perpetrada entre el 16 y el 21 de febrero de 2000 por 450 paramilitares, que apoyados por helicópteros, dieron muerte a 60 personas en estado de total indefensión. Tras la masacre se produjo el éxodo de toda la población, convirtiendo a El Salado en un pueblo fantasma. Hasta el día de hoy solo han retornado 730 de las 7000 personas que lo habitaban. Este suceso hace parte de la más sangrienta escalada de eventos de violencia masiva ocurridos en Colombia entre 1999 y 2001. En ese período en la región de los Montes de María, donde está ubicado El Salado, la violencia se materializó en 42 masacres que dejaron 354 víctimas fatales. (Centro Nacional de Memoria Histórica).

En ese teatro del acontecimiento social tenés una temática infinita, este país te provee en abundancia. Aquí se escribe un capítulo destacado de la historia universal de la infamia.

En mi metodología de escritura siempre arranco de un monólogo. Acabo de hacer dos textos, Nolbeiro, sobre un falso positivo y Venganza, sobre una mujer, que a raíz del asesinato de su esposo adiestra ideológica y corporalmente a su hijo para que cobre venganza.

¿Real?

Pues hombre, lo que pasa es que como yo le doy vuelta al acontecimiento. Pillate que Álvaro Uribe, Pablo Escobar y los Castaño, tienen siempre como un rasgo común que al papá lo matan o lo secuestran.

Foto Jorge Iván Grisales Actuando

¿Qué es ese teatro del acontecimiento social?

Un teatro de la catástrofe. Aquello que ocurre en un lugar intempestivamente. Desde el acontecimiento de la naturaleza, lluvias, inundaciones, hasta deslizarse hacia las cosas sociales, por ejemplo, la caída de Las Torres, o como el caso de los paramilitares que llegaron a esa población tumbando puertas buscando una niña que era dizque la novia de un guerrillero, cogieron a los pobladores, los pararon en la iglesia e iban llamando, lista en mano. Acabaron con todo. Cuatro o cinco días estuvieron impunes, tocando tambores, bebiendo, enfiestados. Una catástrofe transforma la vida de los habitantes, subvierte el orden de los asuntos.

Al teatro solo le interesa el mal, la felicidad no es de su competencia. Hablás de un ejército que mata y luego se dedica a la celebración. Estanislao Zuleta apuntaba, “la guerra es una fiesta, por eso se pintan”.

Si, una fiesta pavorosa. En escena uno se interesa por las conductas anómalas de los seres humanos, que uno se pregunta ¿qué es esta cosa? ¿Por qué les da por esto? Matando de a poquitos, arrancan una oreja, la ponen ahí, luego la otra, luego otra cosa…

Una noche de hace años vos y yo nos tiramos a un cuadrilátero de discusión, enfatizabas en el ser humano como una criatura bondadosa por naturaleza.

Claro que me acuerdo.

Te dije aquella noche que escupieras esa herejía.

Y no la he escupido, ni la escupiré. Sigo pensando que el hombre es una criatura buena, que hay cosas a su alrededor que le sacan sus demonios.

Te traje a colación el Malestar en la cultura, de Freud y ni aun así.

Te repito, sigo creyendo en lo que dije y si no fuera así lo seguiría creyendo, para poder pues, digámoslo, levantarme de la cama todos los días.

Esta canción te la dedico a ti, Jorge Iván, con sentimiento, ay hombe:

“…el hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que solo osaría defenderse si se le atacara, sino, por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le representa únicamente un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo”. (Sigmund Freud, El malestar en la cultura).

II

Desde Buga hasta el Taller de Artes

En el Taller estuve como unos quince años y luego nos fuimos olvidando del asunto. Mi corazón siempre estará en ese lugar.

El Taller de Artes marcó un camino de exploración y un rompimiento con el teatro del momento.

Sí desde ahí viene esa inquietud, que el teatro tiene que ser una cosa social. Nos marcó profundamente.

¿Cómo llegaste al Taller de Artes? ¿De dónde venías?

Había llegado de Buga, Valle, allí conocí a Enrique Buenaventura. En el teatro del Sena nos reuníamos la asociación de grupos del teatro del Valle y nos daba talleres. Recuerdo que era con micrófono y ponía la fila de gente, unos frente a otros, y él dando instrucciones. Estudiaba de noche en el Colegio Obrero del Valle y mi primera obra fue La locura del cuerdo, de un muchacho que se llamaba Fabio Tascón. La segunda, El entierro, de Enrique Buenaventura.

¿Qué se te había perdido en Buga?

Nací en Medellín y, siendo muy niño, mi papá, que era obrero de Fabricato, le dijo a mi mamá que él no podía seguir así, que se iba a buscar fortuna y se desapareció. Corrieron las semanas, los meses y no aparecía, había que ir al anfiteatro a reconocer cadáveres y nada. Al cabo de un tiempo le llegó un telegrama a mi mamá, que empacara y se fuera con los niños —éramos cuatro—, para Buga, que allá nos estaba esperando.

Jorge Iván Grisales durante una representación teatral

Clásica historia del antioqueño que se va a recorrer.

Un tío que tenía carro nos llevó y cuando llegamos allá, se abrió la puerta y vimos un salón larguísimo, al fondo estaba prendido un fogón de petróleo y olía a chocolate, eran como las cuatro de la mañana. Yo llegué todo cagado, vomitado, descalzo, entonces mi papá nos abrazó, nos besaba y decía que qué bueno y que tales y luego nos dio chocolate. Después ya vino el día y era una cosa maravillosa porque nos mostró la casa, que estaba todavía sin techo.

Toda tu infancia en Buga.

Mi infancia, muy bonita, sí, ¡uff! Vivíamos en un barrio que apenas estaba naciendo, entonces era como si las cosas, los vecinos, el mundo, estuvieran naciendo con uno, era como ir fundando las cosas. Acabo de corregir un libro de cuentos para publicar y revisándolos de principio a fin me decía: ¿qué es esta cosa tan maravillosa? Aquí está el recorrido por las imágenes de la vida, de las relaciones que uno tiene, está la muerte del abuelito, la muerte de la abuelita, la vecina que uno quería, qué hacíamos cuando éramos niños, aparece un campo sembrado de millo y maní, aparece el rio donde íbamos a pescar…

Es ahí donde emerge el hecho estético, en ese paisaje de infancia.

Porque son las ganas de que la existencia no pase en vano. Siempre quise ser poeta y empecé como todos escribiendo versos a las muchachas. El primer libro de poemas se lo mostré a Nelson Osorio Marín quien me dijo: “Vea, esto está muy bien, esto es un camino recorrido, pero no vaya a mostrar estas cosas, porque esto son los versos que usted hace para usted, no lo que debe hacer y publicar”. Pasaron unos cinco o más años y reuní otro librito, se lo mostré a Juan Manuel Roca que me aconsejó retrabajarlo, cuando fui a publicar, Roca, a petición mía, hizo el prólogo, “porque tu poesía vale la pena”, me dijo.

Cuando hemos matado a la quimera
sólo nos queda vagar por los pantanos
cantándole a los muertos,
nadie nos hablará de ella desde el bosque
ni la voz del mar traerá sus cantos
para envejecer tranquilos.

(La muerte de la quimera. Los versos del nadador ciego)

A todos nos sorprendió la publicación de Los versos del nadador ciego y luego tu participación en el Festival de Poesía.

Al terminar bachillerato me preguntaba cuál carrera seguir, qué podría estudiar que me acercara a mi ideal de escritor. Eso estaba por encima del teatro y de todo. Poeta, yo quería ser poeta. ¿Cómo hago? Pero uno tan solo, venido de un pueblo… no sabía qué camino tomar. Entonces conocí al hijo de Óscar Hernández…

Jorge Iván Grisales en el Teatro

Óscar Hernández, el de Cristina se baja del columpio, el de Las contadas palabras, el de Papel sobrante, qué tipo.

Le dije a mi amigo, de nombre Óscar Hernández también, “llévame a tu casa que quiero conocer a un escritor de verdad”. Me llevó y yo miraba a Óscar Hernández rendido de admiración y disimuladamente lo tocaba para ver cómo era un escritor.

Y qué grato ver a Óscar como actor en las películas de Víctor Gaviria.

Yo decía, ¡un escritor!, ¡ay juepucha!, después le dije a mi amigo: —Óscar, pregúntale a tu papá y me traes la razón, que qué hago yo, que cómo llego a escritor —Que mi papá le manda a decir que estudie periodismo por esto o que filosofía por esto otro. Y me metí a periodismo. Tuve entre otros profesores a Juan José Hoyos. Y entré en crisis un día, cuando me enviaron a hacerle un reportaje a un político y en medio de la entrevista me dije, “no, no, no, no es posible que uno haga estas cosas, yo no voy a dedicar mi vida a recogerle las babas a fulanos de esta calaña, estos no pueden ser los protagonistas de la vida, el protagonista soy yo. Voy a terminar la carrera, pero no voy a ejercer”.

III

Retrato del artista adolescente.

A mis once años ya había intentado probar suerte en Medellín. Un tío sacerdote fue a Buga y dijo a mi familia: —Yo me quiero llevar a Jorge Iván a Medellín para darle estudio, lo meto a la Bolivariana, ¿qué quiere estudiar? —Yo quiero artes. —Camine vámonos que lo pongo a estudiar música o lo que quiera. Y mi papá de una: —Vea mijo, váyase, que con él tiene futuro. Cuando llegamos aquí inmediatamente me puso de esclavo para la casa de él y no me metió a la Bolivariana sino que me metió al Marco Fidel Suárez, me trataba como un sirviente, le tenía que poner lujosa la casa, el carro, los zapatos, todo. Un criado. Me daba patadas y me pegaba con una correa sinfín de máquina. Una vez me echó una patada y yo frunzo el culo y ¡pumba!, ese man da tres vueltas y cae. Lo tuvieron que llevar al hospital de la costaliada que se pegó. Le mandó una carta a mi papá diciéndole que ahí le mandaba al hijo, que se había portado muy mal. Mi papa me recibió otra vez en Buga y me dijo: “No, mijo, te tiraste en tu futuro, aquí lo único que te puedo dar es casa, para estudio no me alcanza”. Claro éramos ocho ya. Me puse a trabajar de día y a estudiar de noche. Sacaba tiempo para las danzas y el teatro, recorrimos el Valle de fiesta en fiesta. Me desempeñaba como mensajero de Colpatria. Ya iba a terminar el nocturno cuando me dijeron que el colegio Obrero no estaba aprobado por Educación, pero que alguien me podía vender papeles falsos del Fray Damían de Cali. “¿Y yo con estos papeles puedo ir al Fray Damián y me dan un certificado?” El tipo que me los vendió dijo: “Claro, eso es legal allá”. Y me fui a pedir la certificación. El Fray Damián es un colegio grandísimo. Vieron los papeles y me dijeron, “¿Qué es esto?”. Llamaron a rectoría y me cayeron: “¿esto qué es?, ¿cómo fue esto?, ¿usted por qué tiene estos papeles?, ¿usted estudio aquí?”. Y yo les dije: “pues no”. “¿Usted cómo se consiguió esto?”. Y yo dije, “no, pues, que… un señor me los ofreció”. Y me dijeron: “!Hum!, esto está raro”. Y yo pensaba: “Pero qué hago yo aquí?”. Y miré una puerta y los que huyen, corra por todo ese colegio, salté una tapia y los que se vienen para Buga. Cuando llegué a Buga le conté a la secretaria de Colpatria lo que me había pasado y ella me dijo: “Uy, eso da como ocho años de cárcel, empáquese, yo le guardo todo aquí y le busco las cesantías y que tales”. Y me vine para Medellín a vivir con los abuelitos y con la platica que reuní me metí otra vez a bachillerato.

IV

De cómo llego al Taller de Artes de Medellín

Primero estuve en el grupo de teatro de la Biblioteca Pública Piloto, dirigido por Gustavo Escobar, que venía de hacer teatro en Chile. Teníamos una obra muy bonita, Luz Negra, del salvadoreño Álvaro Menem Desleal. Dos decapitados, dos cabezas, que hablan y reflexionan sobre la vida al pie del cadalso.

El verdugo afila una vez más —la última vez—, el hacha. Yo aprieto mis dedos por el frío y porque, con esa preocupación profesional suya en los detalles, el verdugo evidencia que intuye lo que en mí es ya certeza: que el condenado es él. Que yo soy el verdugo. Ahora subo, paso a paso, los escalones del cadalso. Lo hago lentamente, morosamente, no solo porque llevo atadas las manos a la espalda, sino también porque con esta lentitud y morosidad, sufre el verdugo: es decir, mi víctima. Me detengo arriba y veo, en redondo, los ojos ávidos de la multitud. Yo puedo ver ese paisaje cara a cara; el verdugo, pese a la negra máscara que, grita su identidad, solo puede verme a mí. Y tiembla. Estoy seguro de que tiembla. Necesita, para disimular sus estremecimientos, sujetar duro el hacha. Cuando apoyo el mentón sobre la casta superficie de madera, el verdugo levanta el filo y lo descarga con un supremo esfuerzo, sin pausa ni tardanza. Mi cabeza rueda, y se desploma mi cuerpo; pero su esfuerzo me redime a mí, y esclaviza para siempre a mi víctima. El verdugo mira mi sangre, y yo clavo los ojos en el cielo. (Prólogo. Luz Negra. Álvaro Menem Desleal).

Samuel Vásquez nos invitó a fundar el Taller y empezamos con De cómo el señor Mockinpott consiguió liberarse de sus padecimientos, de Peter Weiss. Ahí entendí la dificultad que conlleva venir de un pueblo y tratar de estar en toda esta cosa de la ciudad. Lo veo en mis alumnos también, que hay un cierto nivel que uno no alcanza sino en la práctica y afortunadamente eso me tocó a mí porque el principal crítico y maestro ha sido Samuel. “Mauricio Duque, Carlos Gabriel Arango, Carlos Mario Aguirre, son actores que manejan un texto y un escenario, usted tiene que estudiar más que estos manes, me hace el favor, estudie”. Al poco tiempo me empecé a desempeñar como profesor de teatro en la Escuela Popular de Arte, que implicaba otra exigencia bien grande.

Otra cosa bien importante con el Taller de Artes es que cada obra era un encuentro con una teoría, con una propuesta distinta que uno debe descubrir a través del cuerpo, a través de la voz a través de la puesta en escena. Un ejemplo que te pongo, La cruzada de los niños, de Marcel Schowb, la hicimos para una semana santa y nunca más. Cada uno de nosotros debía pasar por un monólogo, una escuela maravillosa para el actor.

Luego con Rubén Darío Trejos actué El arquitecto y el emperador de Asiria, de Arrabal, un punto muy alto en la historia del Taller. No la hubiera podido actuar de ese modo con otra persona. A Rubén Darío lo conocí cuando llegué de Buga y me metí al San Rafael de Belén, llegué tarde, dos meses después, y al llegar al salón no había donde sentarse y un muchacho flaquito me dijo, “venga siéntese aquí conmigo” y me compartió el pupitre. Se abrió una amistad maravillosa.

Aparte del grado de exigencia lo interesante de trabajar con Samuel es que es muy riguroso, estricto, y tiene siempre una propuesta de fondo en el asunto, no solo en la propuesta de forma sino también en el concepto teórico.

Nosotros sostuvimos durante ocho años un litigio en el Taller, un día que dejáramos de pagar arriendo y nos desalojaban. La sede la sosteníamos entre Samuel, Siervo García y yo, un día dejamos de pagar y al otro día se apareció la policía, ¡para afuera todo! Poner en la calle el arrume de utilería y vestuario, había que ver a los mendigos ahí escarbando poniéndose el vestido de nuestros personajes. Al quedar en el aire montamos El bar de la Calle Luna, para presentar en bares.

Jorge Iván Grisales durante la entrevista

V

El director

Los fantasmas de tu universo señora, marca mi primera experiencia como director, con 25 muchachos de la EPA. Un conjunto de edificios, de torres, habitantes que empiezan a contar su historia. Para mi segundo montaje me corresponde un grupo numeroso de mujeres y un solo hombre. ¿Qué hago con todas estas mujeres? Las suplicantes, de Esquilo. Escarbar para comprender la tragedia y explicarnos muchas cosas del personaje trágico. ¿Y esto cómo se amarra? ¿Alrededor de qué acciones físicas? Lo hicimos desde el hacer de la mujer, de un oficio, todo el proceso de cómo se hace la cabuya. Llamamos un tipo que nos enseñara y así llegamos al tejido de un círculo, una especie de ruana grandísima de cabuya, un hueco de tierra donde se representa y el texto de Esquilo lo fuimos transformando. Ya era otra circunstancia, otra tribu, no la griega, y se llamó La Rueca. Después siguió Desplazados. Lo último que hice fue una codirección con Farley Velásquez, en Hora 25, El país de las mujeres hermosas, siempre en esa línea del teatro del acontecimiento.

VI

El cierre de la EPA

La cierran y quedé colgado de la brocha, además que no me faltaban sino dos años para jubilarme. Nos reubicaban donde cayéramos. A mí me reubicaron como profesor de español en el Inem José Félix de Restrepo. Imaginate, yo profesor de 45 pelaos. Eso saltaban por aquí, ¡jueputa!, se me metían por debajo, ¡vade retro! Me decía: ¿!qué es esto!? ¡No voy a aguantar!, ¡dos años no los soporto! Terminaba tan estresado que tenía que salir a caminar hasta mi casa de Envigado a ver si me despejaba. Además eso coincide con otro evento desafortunado que no te cuento. De toda esa gritadera y saltos en el aula fui entrando como en pánico, pánico real, y me fui de médico. Me recetó lo de siempre, pastillas. Salía de clase a dormir. Qué angustia. Me fui dando cuenta de que tenía que cambiar de metodología, que esas clases de español con la oración y la estructura del relato debía revertirlas. Llegaba y montaba obras de teatro a la lata, hacía festivales con todas las obras que montaban los muchachos, obras que ellos mismos escribían. Los instaba mucho a escribir, “empiecen por anotar lo que tienen debajo de la cama, describan el lugar, la ventana, los cuadros que tienen”. Pero como esos muchachos vienen de la periferia me contaban cosas como estas: “Cogimos a mi papá y le dimos una pela la hijueputa porque le estaba pegando a mi mamá y entonces lo tuvieron que llevar al hospital y el man por aquí no ha aparecido”.

VII

El sueño está cumplido

He realizado el sueño de escribir. Desde la escena. Todas las obras traídas y creadas desde un escenario, puestas en prueba. Mis cuentos también tienen ese movimiento, es como un serial de monólogos. Me gusta el nacimiento de las cosas. Tuve la dicha de ver el nacimiento de mi hija, que ya está llegando a los quince, se llama Sara Valentina Diana Sofía Princesa Valiente Cazadora de Sabiduría. De hecho cuando fui a registrarla el tipo encargado me dijo “pero para qué ponerla…”. “¡Chisss! ¡Usted se calla!, ¡usted escribe!”. ¿Me iba a decir el pendejo el nombre de mi hija? Yo quería tener muchos hijos, por ahí doce si era posible. Ver la casa con una familia grande, porque eso es muy bonito, pues yo venía de una soledad inmensa, todos los sábados y domingos sin nada qué hacer aquí cuando llegué, entonces iba a cine y después a más cine y siempre cine, metido en la Cinemateca El Subterráneo, repetía películas engañando a la soledad, me ponía a leer pero es que eso no aguanta, uno todo el tiempo leyendo y viendo cine no aguanta. Pensaba, si me gano la lotería hago los hijos que sea.

A veces regreso a Buga y me gusta recorrer con los ojos cerrados los lugares de la infancia, esos olores, esos sonidos, la memoria de los colores de las casas.

Ahora estoy limpiando otros dos libros que tengo de poesía, más un libro de cuentos. Estoy de actor en Caja Negra con Maestros Antiguos, de Tomas Bernhard, junto a Carlos Bolívar y Élkin Holguín.

Casi todos los días me levanto a las cinco de la mañana, voy a El Salado, a la quebrada la Ayurá en Envigado y hago ejercicio.

Entrevista tomada de la edición No. 30 del periódico de Medellín en Escena