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DIARIO DE FESTIVALES DE TEATRO.
BOGOTÁ 2016.

Por: Sandro Romero Rey

HOY PRESENTAMOS: "EL INOCENTE" (MLADINSKO), "MISSING..." (SUDÁFRICA),
"LA CASA GRANDE" (TEATRO MATACANDELAS, MEDELLÍN).

Querido Diario:

Sandro Romero Rey

hace un par de días, un amigo cinéfilo fundamentalista, de aquellos que no van al teatro ni porque les regalen la opinión, me preguntaba si valía la pena hacer adaptaciones escénicas de clásicos concebidos para la pantalla. Y me lo preguntaba a propósito de la versión de “Fanny y Alexander” que se presentó en el FITB 2016. Pues lamento informarle a mi amigo: al que no quiere caldo se le dan dos tazas. Este año, en el Ibero hay otra lectura teatral de otro film memorable. Se trata de la adaptación del canto del cisne de Luchino Visconti, “El inocente”, adaptación de una novela de romanticismo crepuscular del escritor italiano Gabriele D’Annunzio, a cargo del grupo Mladinsko. Los eslovenos ya son viejos visitantes del festival bogotano. Y entre sus diversos montajes se encontraba otra versión teatral de una película de Visconti: “La caída de los dioses” (conocida en nuestro medio, en su momento, como “Los malditos”). En esa época nos preguntábamos lo mismo que mi amigo cinéfilo y, con “El inocente”, no fue la excepción. Pero la respuesta salta a la vista. Con “El inocente” consiguen un delicado resultado polifónico donde la voz en off, la banda sonora, la música y los efectos construyen un clima que va en contrapunto de la teatralidad, consiguiendo así una suerte de distanciamiento frente al melodrama. El grupo ha realizado, por lo demás, una versión en video de la puesta en escena y el resultado es una manera eficaz de traducir los elementos teatrales al mundo visto a través de las cámaras.

En una tarde de domingo donde amenazaba la lluvia, salí sin prisa al Teatro Nacional de la calle 71, ahora conocido como el Teatro “Fanny Mikey”. Allí se presentaban los sudafricanos del Centro Teatral de la Universidad de Ciudad del Cabo, con la obra “Missing…” del dramaturgo John Kani, quien actúa y dirige su propia pieza. Pareciera que la sala del barrio Quinta Camacho se hubiese convertido en el hogar de los africanos. Hace un par de años (sólo cito un ejemplo, pero hay más) vimos allí, por primera vez, la experiencia contundente del “Ubú y la comisión de la verdad”, a cargo de la Handspring Puppet Company, liderada por el artista William Kentridge (de quien se organizó, casi al tiempo, una excelente retrospectiva en el Museo del Banco de la República de Bogotá). Quizás con el recuerdo de aquellas imágenes inolvidables, fuimos al teatro, pero nos encontramos con una pieza (o “una propuesta”, como dicen ahora), harto distinta: se trataba de un drama realista (de esos que jocosamente Santiago García, en su momento, llamaba “teatro de visita”) en el que un viejo sudafricano, casado con una mujer sueca y con una hija europeizada, trata de encontrar sus raíces, después del conflicto de su país y se encuentra con que uno de sus mejores amigos lo ha traicionado. La obra, más allá de su dramaturgia o de la sencillez de su lenguaje, es una pieza pertinente para mirar el conflicto colombiano desde la perspectiva de quienes han vivido horrores similares. Y para darnos cuenta de lo triste que son los ideales, cuando se enfrentan a la realidad, a la crueldad, a la ambición, de los seres humanos. A veces uno piensa que ni en Sudáfrica ni en Colombia ni en Suecia, hay esperanza de mundos mejores.

Y sigo. Aprovechando el malentendido existente en los horarios del festival, pude ser testigo, por fin, del nuevo montaje del Teatro Matacandelas. Sobre el grupo de Medellín he escrito muchas veces. Y los cuatro fieles lectores que habrán seguido mis diarios teatrales saben de mi devoción por la pandilla de creadores de Cristóbal Peláez. Así que corrí al Teatro Arlequín, en el Barrio La Soledad, como quien va a La Meca o al portal de Belén. Una vez más, el grupo partía de un texto literario (como con Pessoa, con Andrés Caicedo, con Sylvia Plath, con Jorge Holguín, con Fernando González, en fin). En este caso se trataba de una nueva versión de “La casa grande”, la novela magna del escritor costeño Álvaro Cepeda Samudio. Y digo una “nueva” versión, porque harto le debe el teatro moderno en Colombia a la obra del autor de “Los cuentos de Juana”. Tienes que recordar, Querido Diario, que el primer montaje de La Casa de la Cultura (hoy, Teatro La Candelaria), en 1966, fue una versión de dicha novela (“El padre”/ “Soldados”), escrita por Carlos José Reyes, hace ya 50 años. Una década después, el Teatro Experimental de Cali (TEC), bajo la dirección de Enrique Buenaventura, haría más de 5 versiones de una obra también denominada “Soldados”, en la que, el punto de partida, eran los capítulos dialogados de la novela de Cepeda. A mediados de la década del 70, el grupo valluno volvería sobre el tema, en una obra ambiciosa y totalizante titulada “La denuncia”. Así que el Matacandelas no sólo se enfrentaba a la reconstrucción del horror de la matanza de las bananeras en 1928 sino, tácitamente, a rendirle un homenaje a los colegas del Nuevo Teatro Colombiano. El resultado, una vez más, es apabullante. Es, a mi modo de ver, una cantata brechtiana, con ecos de la música de Kurt Weill, de hermosas imágenes, sonidos impecables y tempo de ceremonia luctuosa.

Jhon en La casa grande

Después de la experiencia hermética del montaje de “Ego Scriptor”, a partir de los “Cantares” de Ezra Pound, dirigidos por el italiano Luigi Maria Musati, el Matacandelas regresa a las raíces más profundas del horror colombiano, con una obra sobre una de nuestras masacres más documentadas literaria y teatralmente, la cual se convierte, en una vuelta de tuerca fatal, en un retrato del presente. Como no me quiero detener, Querido Diario, en el terror lacerante de nuestra realidad, puedo decirte que “La casa grande” del grupo de Medellín es otro de esos montajes adictivos, que uno quisiera mirar y mirar muchas veces, como me ha sucedido con sus puestas en escena anteriores, placer que pocos grupos escénicos colombianos provocan. “Aquellas aguas trajeron estos lodos” es el subtítulo de esta Casa Grande y sus voces nos quedan bailando en la memoria como una siniestra pesadilla pero, al mismo tiempo, como una hermosa traducción poética sobre las tablas. La penumbra, esa vieja amiga de las puestas en escena de Cristóbal Peláez, se funde cada vez con mayor eficacia a los sonidos, a las canciones, a las voces y al rigor, a veces sobrenatural, al esfuerzo de gladiadores de un grupo que nunca envejece, que siempre está dinámico y revelador sobre el escenario que sea, dejándonos a nosotros, Querido Diario, los pobres escribanos que tratamos de traducirlos, como unos pobres juglares que no logran captar a plenitud sus hazañas. Ya me escaparé a Medellín muy pronto a vivir en “La casa grande” por segunda, por quinta vez.