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La casa grande

Por Andrés Álvarez Arboleda

Publicado en https://opinionalaplaza.com

El padre en La casa grande

En el centro del escenario hay un nochero; sobre este, están acomodados dos cascos de soldado. El personaje entra y se los prueba: escucha el sonido de las botas marchando. Hay gritos. Luego, el personaje comienza a abrir los dos cajones y aparecen objetos que prefiguran los conflictos que se desarrollarán en el resto de la obra. ‘La casa grande’ del teatro Matacandelas es una creación realizada a partir de la novela –del mismo nombre– de Álvaro Cepeda Samudio, la cual se enmarca en uno de los episodios más crueles de la historia de Colombia, la masacre de las bananeras ocurrida entre el 5 y el 6 de diciembre de 1928. Pero la obra de teatro no es una simple adaptación de la novela, si bien esta gravita durante la actuación con sus personajes y toda su fuerza poética.

En su versión de ‘La casa grande’, Matacandelas integra nuevos elementos estéticos para señalar los antagonismos presentes en la trama; entre ellos están los objetos cargados de sentido, la especial disposición de las luces y el uso de la música como catalizador del drama. Ya se mencionó al inicio el potencial evocador y provocador de los objetos, pero vale la pena mencionar algunos de ellos. El fuego es un elemento que reúne a dos soldados rasos alrededor de las reflexiones sobre la injusticia de la que ellos mismos son instrumento. Los sombreros y las azadas además de ser elementos identificadores de los obreros, subrayan una comunión en medio de la precariedad y la explotación. La silla mecedora representa la decadencia del patriarca terrateniente sobre el que se ciñe el resentimiento del pueblo.

La disposición de las luces tiene un elemento claro en las obras del teatro Matacandelas: señalar el punto exacto al que debe mirar el público. Cristóbal Peláez, el director, ha llegado a mencionar que ese recurso es una tiranía a favor de la estética teatral. En ‘La casa grande’ esto es un acierto. Las luces apuntan a un lugar específico del escenario donde se está construyendo una imagen, donde de repente se forma un tren en el que dos huelguistas discuten sobre si huir de la zona en la que ya se adivina un derramamiento de sangre o quedarse sin importar las consecuencias. A veces esa imagen construida debajo de los reflectores nos recuerda la caricatura satírica de Ricardo Rendón Bravo en la que el presidente Miguel Abadía Méndez está cazando patos mientras el general Cortés Vargas –con su beneplácito– está cazando huelguistas; el presidente, también bajo esas luces tiránicas, mutará en la figura de un “tío Sam” regocijado en la tierra donde se compra más fácil a un político que a una mula.

La casa grande

A través de la música se deslizan los acontecimientos; en ella aparecen dos documentos pertenecientes a la realidad histórica que dan cuenta de los intereses enfrentados: el pliego de peticiones de los trabajadores y el decreto que permite castigar por la armas a los huelguistas. Esta operación logra situar social y cronológicamente la obra. Sin embargo, los conflictos no solo existen entre huelguistas, terratenientes, políticos, militares y empresarios (en efecto, la obra no muestra un enfrentamiento directo entre ellos). Los conflictos se desarrollan con más fuerza en la interioridad de los personajes y en las relaciones que establecen dentro de su grupo. Entre los soldados también hay desertores, entre los terratenientes hay quienes apoyan la huelga, entre los huelguistas se intuyen delatores.

Curiosamente la obra no culmina con una referencia a la novela de Cepeda Samudio, sino con una referencia a uno de sus cuentos: Vamos a matar a los gaticos. Ahí termina la reflexión sobre la muerte de los indefensos, sobre los motivos y los dilemas de quienes la ejercen, sobre el remordimiento. De ‘La casa grande’ resta decir que, en síntesis, es una obra estética y políticamente afortunada; logra la belleza pese a contar cosas terribles.