La conspiración juvenil y otros bellos crímenes de Matacandelas.
Y para celebrar, en todos los sentidos de la palabra celebración,
Wilson
Escobar se adentra en los recorridos estéticos de un
Matacandelas que
también llega a la “treintañez”.
Este homenaje entonces a un grupo cuya
incesante
búsqueda ha nutrido profundamente al teatro colombiano.
Por Wilson Escobar Ramírez
Publicado en la revista Ateatro
Asistir a un espectáculo del Teatro Matacandelas es presenciar (o mejor, hacer parte de) una fiesta donde el divertimento, esa especie tan abusada y banalizada –quiero decir mediatizada en estos tiempos-, se da cita en el escenario para constatar la vitalidad y la juventud de un arte tan antiguo.
Es que pese a que el pensamiento de los “matacandelos”, como afectuosamente se les conoce en el mundo del teatro, defiende el rigor como el elemento clave para encontrarse con el público, su público, hay un sentido de creación que parte de y pasa por una singular actitud de lo que podríamos llamar Teatro Joven en el más amplio de los significados.
Contrario a algunas miradas teóricas que afirman cómo el teatro SABE, para Cristóbal Peláez, fundador y director del grupo en un lejano 1979, justo la experiencia placentera consiste en ese NO SABER el camino, en el sentido de adentrarse en territorios de la oscuridad, de lo desconocido. En ello coincide con Kafka, uno de sus escritores de cabecera en la juventud, cuando advierte que “el misterio, sólo el misterio, nos hace vivir”.
Ese hurgar en lo oculto, penetrar en el misterio de lo desconocido, experimentar en las poéticas de lo simbólico, lo surreal, el dadá, la metafísica, la patafísica… da cuenta de la libre exploración y de los múltiples y diversos caminos que allana el colectivo para construir su universo escénico y con él, esa fluida comunicación –mejor hablar de encuentro- con el público.
Así como el Cine Negro no alude necesariamente a un horizonte racial, así podría el teatro joven ofrecer un horizonte de vitalidad en todos los códigos que construyen la representación escénica, sin que la dramaturgia le constriña a temas o ideologías de juventud como podría suponerse equivocadamente en obras como “Angelitos Empantanados” o “Los Diplomas”. Pero es que en Matacandelas hasta el “elenco” actoral es lujuriosamente joven.
Cuando la agrupación paisa que hoy frisa los treinta años de existencia, recala en los distintos festivales que se realizan en Colombia, es fácil observar una pléyade de jóvenes que le siguen con vocación de culto, como si se tratara de un grupo musical al uso, de esos que crean fans (apócope tímido que oculta el vergonzante término de fanáticos) a partir de su iconicidad mediática. Pero lejos esta el grupo teatral de ampararse en herramientas del “cuarto poder” para tornarse exitoso con un público tan marcadamente joven.
¿Qué es entonces lo que construye en el imaginario de los jóvenes estas puestas en escena de Matacandelas? La clave, sin duda alguna, radica en la construcción de un universo pleno de provocación y de irreverencia, tan caro a los espíritus libres que se saben jóvenes.
El silencio y la fiesta, dramática de la ruralía
Siempre me gusto ese camino zigzageante que Matacandelas le propone al lector para recorrer sus obras. El grupo no tiene un lenguaje reconocible como único (algunos le asocian con el simbolismo, otros con el estatismo de la acción dramática, otros con el expresionismo verbal), aunque sí conserva una línea de creación que mezcla con sutilidad los lenguajes clásico y exploratorio. Una simbiosis que va y viene del silencio a la fiesta. El silencio, amigo íntimo del símbolo y del estatismo que tanto gusta al colectivo; y la fiesta, tan cercana a la velada, a la celebración, otro signo de identidad en su lenguaje.
En la dramática de Matacandelas afluyen por igual autores cuya grafía ha pasado a formar parte del patrimonio de los clásicos, como Lucio A. Séneca (Medea) y Edgar Allan Poe (La caída de la Casa Usher, Velada Gótica; y 4 Mujeres); poetas como Fernando Pessoa (Oh Marinheiro), Georges Neveux, Jean Tardeau (Juegos Nocturnos I); simbolistas como Maurice Maeterlink (Los Ciegos), el cinéfilo suicida Andrés Caicedo (Angelitos Empantanados y Los Diplomas) o el filósofo Fernando González (Fernando González, Velada Metafísica).
¿Podrá un espectador/lector encontrar un camino, una línea dramática en medio de esa “diversidad” escénica? ¿Qué insospechados lazos unen estos autores en el escenario?
Una aproximación a estos interrogantes gravita en torno al carácter más o menos explícito de irreverencia y provocación que anida en cada una de estas obras. Si bien son autores universalmente reconocidos y admitidos, se trata de referentes de pensamiento periférico, fundante e instaurador de nuevas rutas descentradas de cualquier tradición. Edgar A. Poe redimensionó el sentido del misterio, lo saco de un ostracismo tímido y conservador; Séneca, intraducible a las tablas, llega al entramado de Matacandelas con una precariedad teatral que raya en el mutismo escénico; Maeterlink reduce todo el material dramático a un simbolismo revelador en un tiempo de premodernidades escénicas explicitas… Cada uno en su época y desde su trinchera literaria fue un revolucionario.
Volviendo a las preguntas, se podrá aventurar otra confluencia en esa diversidad dramática: el sentido trágico de la existencia; un sentido que aparece a veces más próximo a la vitalidad de la fiesta (Juegos Nocturnos I y 2, Angelitos Empantanados, Fernando González), otras veces expresado en el silencio sincrético (Medea, Los Ciegos…).
Cuando Matacandelas se adentro en el lenguaje simbólico y estático en un largo período, muchos nos atrevimos a pensar que el grupo había encontrado una beta y “el camino” a través del cual depuraría toda su poética que, a pesar de lo exitosa, no dejaba de ser exploratoria. Sin embargo, después una larga década en la que confluyen montajes de calado universal, el colectivo vuelve su mirada hacía referencias más locales que antes había desandando en la obra del escritor caleño Andrés Caicedo. Y lo hace con un Fernando González redivivo, con una vitalidad que reclama y constata la existencia de un pensamiento rural, irreverente por lo marginal y absurdo; palpitante por lo que tiene de auténtica esa especie de método peripatético criollo. Matacandelas se regodea en los materiales que evocan esa ruralía, los despoja de cualquier carga patética de cagajón y los arropa con un ritmo que hace recordar los momentos corales-festivos de Jarry en Juegos Nocturnos 2. Así, en la escena el filósofo de Otraparte parece eso: de otra parte, de un tiempo que ya no es, ni fue, como la vaguedad de los días que habitaron sus viajes a pie.
El teatro como velada
Matacandelas rezuma anti-teatro; lo suyo es profundizar en la nada, en el silencio y el estatismo, en el paisaje de la muerte, en el misterio. Sin embargo el espectador no asiste al aburrimiento, o la hartura, sensaciones estas que podrían derivarse de temas tan ásperos como densos para un patio de butacas que viene de apagar la televisión, cuando no el videojuego de moda. Logra el colectivo resignificar los materiales dramáticos de los que parte, adapta, pliega, o recompone, y los vuelca al escenario en un lenguaje sugerente pleno de ritmos y atmósferas.
Tres veladas: metafísica (Fernando González), gótica (La caída de la Casa Usher) y patafísica (Juegos Nocturno 2) subrayan una preocupación del colectivo por desmarcarse de una cierta concepción tradicional y tradicionalizante (en el sentido de instituida y aceptada) del teatro. ¿Se trata de subtítulos para descrestar espectadores ingenuos y desprevenidos?
Si bien su corpus escénico responde a múltiples pliegues y procederes, que van desde la creación en grupo, adaptaciones literarias-poéticas, hasta la simbiosis de textos diversos, podría pensarse que a la totalidad de estas puestas en escena las une el espíritu de la “velada”, una imagen que se le re-veló en la infancia a Cristóbal, y que se tornó con el paso de los años en un misterio que le conectó con el teatro y éste con la obsesión por el sentido taciturno de la existencia, la poética de la oscuridad.
El director deja de firmar la dirección de los montajes y convierte en un acto colectivo, coral, la creación escénica. Al repasar ese racimo de obras que ha construido el grupo en estas tres décadas, se evidencia una vocación creativa grupal, derivada seguramente de las formas tan diversas como surge cada uno de los montajes: “Se cuela de manera extraña en nuestras conversaciones, viene a veces en forma de tema, o de autor; o simplemente en tono de algún texto literario”, revelaba el director en el Primer Congreso Iberoamericano de Teatro que sobre la Creación en Grupo se realizó en Manizales (Festival Internacional de Teatro, octubre de 2007).
También el grupo presta la batuta para distanciarse de su discurso y apela a una dirección exógena, como en el caso de Luigi Maria Mussati. Cuando esto último se da, pareciera que Matacandelas adquiriera una nueva identidad. Confieso que ese Matacandelas se torna ajeno en atmósferas, ritmos, decires; es más serio y adusto; aunque gana en ritualidad y ceremonia, sacrifica, necesariamente, parte de esa voz que ha encontrado el grupo y desde la cual podría reclamar una cierta autenticidad en el panorama del teatro colombiano. Esas búsquedas y licencias podrían responder al espíritu libre y joven de sempiterno adolescente Cristóbal.
La pasión por la palabra
La voz en Matacandelas es deliberadamente esperpéntica, deformada y deformadora de una realidad, una voz actoral muy caracterizada capaz de anular ese marcado acento paisa que torna local cualquier tentativa artística de esta región de Colombia. Matacandelas ha encontrado un pliegue más teatral y ha logrado matizar ese expresionismo Caribe que marca la sonoridad del actor en estas tierras y que está ligada, muy seguramente, a las oquedades de la difícil orografía que nos limita y delimita.
Esa voz hace eco de una pasión por la palabra que se dice, que se escucha y encuentra una imagen sobre el escenario. Antes que aparezca el código visual, Matacandelas ya ha construido un universo sonoro al que torna poesía. Esa sonoridad es la que alimentan los ritmos de sus obras, que van desde los tempos muertos, inmóviles, hasta los tempos delirantes que rayan en la frontera misma del paroxismo escénico cuando el actor se torna coral y sinfónico.
Y decir esto pareciera un exabrupto tratándose de una pandilla de bachilleres desorientados, filósofos, economistas, contadores, estudiantes de medicina frustrados, obreros desertores, administradores de empresas sin ejercicio y otros despistados (así se puede leer en la web del grupo) que algún día decidieron aspirar al ideal wagneriano del arte total. Y allí van, oficiando como músicos y titiriteros, a veces como directores y otras como dramaturgos. Verdaderos conspiradores y apagavelas en la bella noche del teatro.