Los bellos días
de Samuel Beckett
Por Gustavo Arango
La obra tiene dos actos y estoy seguro de que ningún espectador toleraría que tuviera tres. Afuera transcurre el centro, el tráfico aún agitado de un jueves en la calle Bomboná, a pesar de que cualquiera creería que ya es tarde, que es hora de que el mundo se retire a descansar. La gente que se congrega en esa casona tiene un aire conspirador: para los periódicos oficiales el teatro casi no existe, es más cómodo poner a todo el mundo a mirar cine o noticieros que exponerlo a la peligrosidad viva del teatro, a sus palpitantes símbolos. La mayoría de los que llenan la sala del Matacandelas son universitarios, viven la edad de la inquietud, de las preguntas, a muchos de ellos les quedan pocos años de sentido crítico.
Mientras la gente ocupa sus sillas es posible apreciar en el escenario casi todos los elementos de la obra. El lugar parece un desierto, sólo hay piedras, una mujer que surge desde un montón de tierra, tendida, como un árbol que duerme. Las luces anuncian el amanecer y la mujer árbol despierta, se levanta, se despereza. Tardamos poco en saber que la obra será poco más que eso: una mujer semienterrada que habla y habla sin parar.
Es fácil hacer la síntesis de las obras de Samuel Beckett. En “Esperando a Godot”, una de las más famosas, Vladimir y Estragón esperan a la vera de un camino la llegada de un tal Godot. Pero Godot nunca llega y lo único que ocurre es esa espera. En “Los bellos días”, Winnie está enterrada hasta la cintura –en el primer acto– y luego hasta el cuello –en el segundo– y le habla sin parar a un Willie que está hundido en un hueco y que sólo aparece en escena muy de vez en cuando. Eso es todo. Nada más ocurre. Lo difícil es trasmitir la opresión, el desconcierto, el nudo en la garganta que se va formando en los que miran cuando por fin comprenden que lo que están presenciando no es otra cosa que sus vidas
Puestos a hacer comparaciones odiosas, generalizantes, lo que el cine suele mostrarnos con sus elipsis oportunas, son los momentos activos, dinámicos, aquellos en los que pasa algo. Las obras de Beckett, por el contrario, nos obligan a mirar de frente la quietud, el tedio, la lenta tortura de la rutina y el aburrimiento, las nostalgias descoloridas que nos mantienen a flote, el recuerdo de árboles que intenta darnos sombra en el desierto de los días.
Winnie, con su parloteo incansable, con su hundirse en la tierra sin remedio, con ese hostigar constante a Willie para que siga escuchándola, con esa obstinación en encontrar belleza en cada día, se erige en esa obra, al mismo tiempo, como un personaje intolerable y adorable. Winnie cae en la nada, en la soledad, en la vejez, se hunde en la tierra con una sonrisa, y esa actitud no deja de tener algo de heroico. Por eso sentimos tanta angustia al final de la obra, cuando el Willie apenas vislumbrado sale de su hueco y se arrastra hacia Winnie, sin que sepamos bien si lo que busca es a ella, quizá para besarla, o el arma que está entre ellos, quizá para matarla.
Afuera el mundo transcurre, con sus taxis y sus buses tardíos, con sus tejemanejes y sus televisores, con sus gentes que esperan el tercer acto para que los entierren del todo. Aquí, en esa pequeña sala de teatro, está ocurriendo la terrible paradoja que vivimos, el encuentro con esa fuerza que nos regala y nos inflige la vida al mismo tiempo y, cuando las luces se apagan, cuando la obra se termina de manera abrupta en el momento en que por fin pasaba algo, cada uno queda a solas con su responsabilidad de agradecer o renegar, de amar u odiar los bellos días que le han sido otorgados.
Medellín, junio de 2009.
Publicado en centropolis