De Medea, amor y terror, hechicería y razón
por: Lowell Fiet
Este escrito intenta rescatar las imágenes sensuales-plásticas-visuales-sonoras que me tocaron muy de cerca al presenciar la puesta en escena de Medea del grupo de teatro Matacandelas de Medellín, Colombia. El mito de Medea siempre me ha interesado por las posibilidades que ofrece de lecturas poscoloniales a través de la representación de nociones de otredad, diferencia y "orientalismo", especialmente en relación al inmigrante desterrado, la extinción de identidades etnoculturales y los procesos hegemónicos del poder. Sin embargo, existen varias versiones de Medea: de Eurípides, de Jean Anouilh, de José Triana, entre otras, y la que escogió Matacandelas, de Lucio Anneo Séneca (¿4? - 65).
Estamos en La Habana, en la Sala Covarrubias del Teatro Nacional, a las cinco de la tarde, el sábado 15 de mayo, en pleno Mayo Teatral. Cristóbal Peláez, el director de Matacandelas, pero no de este montaje, nos habla de la selección del texto, del lenguaje poético de Séneca, del trabajo de Luigi Maria Musati, el director italiano de la obra, y de los elementos caóticos y hechiceros. Para él, "Medea no es meramente esa reducción amarillista de la mujer que mata a sus dos hijos (como cualquier titular de pasquín)". Es la premisa básica que enrosca, que sigue buscando su justificación homicida y sacrificial a través de la obra. Su poesía fue la hechicería justa de la bruja suicida, Sylvia Plath, quien escapó de su campana de cristal pero dejó vivir a sus dos pequeños, en La chica que quería ser Dios, creación del mismo grupo presentada dos noches anteriores. ¿Cuál es la desesperación brujera de Medea que pueda "poetizar" su venganza destripadora? ¿Es suficiente su necesidad de reapropiarse de su vida y desligarse completamente de la de Jasón? ¿Es él más traidor, más transmutable, más aprovechador que el poeta inglés, Ted Hughes, el ensimismado marido de Sylvia Plath? ¿Qué justifica un acto de terror?
Ya los actores habían colocado una rampa de tablas entre el escenario y la primera fila de la sala y la obra comienza su cadencia. El rescate de imágenes no procede de manera ordenada. Por ejemplo, en un recuerdo primario, Medea vuela por el escenario. Ya es el cuarto acto -la invención ingeniosa de Séneca- en que Medea visita los predios de Hécate y prepara la hechicería de sus regalos que matarán al rey de Corinto, Creonte, y a su hija, Creúsa, la nueva esposa de Jasón. Oímos todo el proceso de la boca de la Nodriza -"El universo se estremece en cuanto [Medea] empieza a hablar"- y la monodia de Medea -"Para ti mi mano ensangrentada estas guirnaldas atadas cada una con nueve serpientes"-, pero sólo vemos la figura y la cara oscura de Medea a través de las sombras creadas por la luz negra de las velas. El coro había introducido las candelas enlatadas al principio de la escena y ya sirven para iluminar el camino aéreo de Medea hecha bruja, hecha Ménade en trance de resolución absoluta.
Mientras la hechicería es, probablemente, la escena de más impacto visual del montaje, su efectividad dramática depende del hecho de que hemos visto anteriormente otra Medea en escena. Desvestida, reducida a carne, hueso y pelo, lavada mientras desnuda y revestida como si fuera una paciente confinada en un manicomio, Medea es desahuciada de su identidad y, de nuevo, desterrada. Esta vez no es por sus propias acciones a favor de Jasón, sino por el miedo de Creonte, el rey de Corinto y nuevo suegro de su marido.
Este terreno social de la deconstrucción de identidades y del poder me impresionó aún más que el vuelo mágico de Medea, porque comienza con la construcción del rey a través de su acto de vestirse en escena: cambia de estatura, asume una corona-disfraz, sus brazos están suplantados por cetros de poder envueltos a su cuerpo con telas que lo momifican. Así de rígido, de estatura más alta, arrogantemente montado en su reino absoluto, Creonte enfrenta y amenaza a la aparentemente indefensa Medea con la separación de sus hijos y el destierro inmediato. Sin embargo, es la misma arrogancia la que permite que Medea juegue con su opresor para lograr su día de venganza.
Parte de lo que hace la escena y especialmente la construcción en escena de Creonte tan efectivas proviene del hecho de que lo habíamos visto anteriormente, dentro de Mayo Teatral, en La chica que quería ser Dios. Frente al coro del jazz band de los 50, Sylvia Plath, por un lado (el de Medea) del escenario, y Ted Hughes, por otro (el de Creonte), están frente al público. Hughes perfectamente esculpido como poeta-intelectual -tan perfectamente y rígidamente controlado como Creonte-, saca en sucesión tarjeta tras tarjeta del bolsillo de su camisa para anunciar con elocuente arrogancia su próxima invitación, premio u otro reconocimiento. Mientras tanto, Sylvia interviene con elogios a los talentos de su "brillante" esposo-genio-poeta, mientras actúa el papel sumiso de la perfecta ama de casa que, eventualmente, será la causa de su muerte.
Cómo hacer funcionar el coro es, tal vez, el tema más difícil de los montajes contemporáneos de obras clásicas. Esto no es problemático en la Medea de Matacandelas porque, en primer lugar, el texto de Séneca, más épico que aristotélico, modifica la intervención del coro al separar sus himeneos y estásimos de la acción teatral y así convertirlos en narrativa verbal-visual -un trasfondo casi cinematográfico, un segundo texto de imágenes y sonidos. En segundo lugar, como método de trabajo, Matacandelas ensaya y desarrolla sus movimientos teatrales tanto como un coro de voces que cantan como un conjunto cinestético de cuerpos. En La chica que quería ser Dios, por ejemplo, el combo de jazz es el coro que provee un marco de referencia histórica y cultural y también visual y sonora del cual los personajes, como miembros y músicos, entran y salen.
El coro de Medea, también, establece un ciclorama humano de posibles entradas y salidas. En este caso, el coro resuelve otro dilema de los montajes "clásicos" por crear un tiempo-espacio mítico que puede ser homérico, romano, indoamericano, mestizo o diaspórico y contemporáneo. Los miembros tocan instrumentos rústicos -cítara, lira, tambor y ¿otros?-, que parecen ser de su propia fabricación. Se visten de ropa híbrida de saco que pueda servir de vestimenta tanto en hospitales y en plantas de alta tecnología como en los campos agrícolas. En fin, logran ser parte del pasado y el presente, tanto de la periferia como del centro, una expresión de especificidad local y de homogeneidad global, a la misma vez.
Medea y Jasón reclaman sus posiciones relativas en el continuum -pasado/presente, periferia/centro, local/ global- representado plástica y musicalmente por el coro. No podemos olvidar el hecho de que Medea es, sin duda, "esa reducción amarillista de la mujer que mata a sus dos hijos". A la misma vez, es la esclava que mata a sus hijos -mestizos o no- en vez de verlos sufrir y morir como esclavos; es la indígena que se suicida con sus hijos en vez de dejarlos vivir bajo el régimen hacendado de los conquistadores; es la madre palestina cuyos hijos lanzan sus cuerpos contra tanques y tractores niveladores israelitas; es la inmigrante haitiana que se monta en una yola inestable destinada a la Florida con sus infantes en brazos. También es bruja, hechicera, obeah woman, sacerdotisa de vodun, una mujer capaz de envenenar agua y comida, matar ganado y arruinar cosechas, causar abortos e infligir daños físicos y emocionales en reacción a la desesperación de sentirse traicionada, atrapada o esclavizada.
De esta manera, Medea representa un mundo de magia, de hechicería, que también es natural, y una cosmología de valores absolutos: "Un hogar que con un crimen se formó, con un crimen hay que abandonarlo". En el tercer acto, Medea recuerda a la Nodriza que ella odia al igual que ama -completamente-, que moriría o mataría tanto por uno como por el otro. No hay espacios de negociación ni puntos de separación entre ella y sus queridos u odiados. Le pregunta a Creonte, "¿Por qué haces distinciones entre dos culpables?", porque Jasón ha sido socio y benefactor de sus crímenes: el robo del vellocino de oro, la muerte despedazada de su hermano, Apsirto, para escapar de su padre, Eetes, el descuartizo de Pelias para vengar la muerte de Esón, padre de Jasón, a manos de Pelias, etc. Sus actos de amor sirven para definirla como la Malinche clásica, mientras que Jasón, ya sea argonauta, conquistador o soldado global, no comparte este sentir totalizante. Él vive según otra lógica que siempre refleja una búsqueda política y económica personal. Para Jasón, el enamorarse de Medea también significa aprovecharse de sus actos a su favor como parte de la reclamación y consolidación de su posición real y poder en Grecia.
Por eso, dentro de la lógica de Jasón, los valores absolutos de Medea se convierten en aberraciones, monstruosidades o, tal vez, actos terroristas. Su chaqueta más moderna, la manera mediadora de negociante en que explica su nuevo matrimonio y sus argumentos a favor del bienestar de los niños, hacen de Jasón un hombre de razonamiento liberal y de intereses relativos: su reintegración a la realeza a través de su esposa nueva, la clemencia que dicta, en vez de la muerte, el destierro inmediato de Medea, el manipuleo para que él se quede con sus hijos y el trato que parezca garantizar su ascensión al trono de Corinto.
¿En qué quedamos? ¿En imágenes vívidamente esculpidas en escena? ¿En redescubrir el lenguaje visceral y poético de un texto casi olvidado? ¿En provocaciones tanto temáticas como sensuales que dirigen al espectador a la lectura del texto original? ¿En la reivindicación de Medea -tal vez, de la Malinche, en general? ¿En despojar la noción de Jasón como figura trágica? ¿En las texturas gráficas y precisas de crear un espacio-tiempo mítico en que puedan reunirse pasados y presentes? ¿En las estremecedoras actuaciones, orquestadas como si fueran las voces integradas y desintegradas de un versado coro de canto? ¿Acaso una manera de ver la tensión explosiva entre los procesos homogeneizantes de la globalización y las identidades esencialistas locales amenazadas, supuestamente, con la desaparición por esos mismos procesos? Sí.
Los intentos de reinventar obras clásicas usualmente no logran sus propósitos de hacer al pasado vivir para un público contemporáneo. Sin embargo, la Medea de Séneca del grupo teatral Matacandelas sobrepasó los límites de la experiencia teatral normativa. Encontramos un texto inesperado, un texto curiosamente contemporáneo de rapiña, explotación, hechicería y terror que es, a la misma vez, un texto de amor.