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Parábola de los actores y las montañas

Escrito por: Julián Acosta Gómez, Promotor de Lectura de la Sala de Lectura José Manuel Arango e integrante de Opinión a la Plaza.

Crónica sobre la visita que el XXII Festival Internacional de Teatro El Gesto Noble realizó a la vereda El Porvenir en el Cañón del río Melcocho.

Viaje al centro de la montaña

“Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos.”
Fernando Pessoa

Critóbal en el Melcocho

Había salido de El Carmen de Viboral con cincuenta personas más a las 8:00 de la mañana. El bus escalera completó sus cupos con el Colectivo Teatral Matacandelas, el grupo teatral Nuestra Gente, Teatro Tespys y algunos funcionarios del Instituto de Cultura de El Carmen de Viboral. Tendríamos que recorrer más de dos horas en la Autopista Medellín-Bogotá y pasar por el centro poblacional La Piñuela, Cocorná, para alcanzar la vereda El Retiro de El Carmen de Viboral. En el Retiro esperamos que los arrieros dispusieran las mulas y los caballos para iniciar sobre ellos el viaje que tres horas después nos conduciría a la vereda El Porvenir. Desde la Piñuela, hasta El Retiro, cuando ya habíamos abandonado la autopista para tomar las trochas, el viaje lo hice en la parte superior del transporte, sobre el equipaje y con otros pocos que se dejaron tentar por la ilusión de la aventura, entre los movimientos erráticos y el viento que azotaba el rostro. A estos buses escalera en las más de las localidades colombianas se les reconoce como chivas. En el año 2006 la revista SEMANA propuso a la chiva como símbolo de Colombia en un concurso que ganó el sombrero vueltiao. Era la primera vez que montaba una: es pintoresca y festiva, sus maderas están cubiertas por figuras simétricas e indescifrables, como una gramática antigua. La chiva con sus puertas destapadas deja que la montaña entre sin impedimento, evita el divorcio del individuo y el mundo. Desde el techo de La chiva las montañas –colosales e imperturbables– se esbozaban en todos los ángulos que la visión nos permitía. A lo lejos, pude intuir al municipio de San Francisco incrustado como un enjambre solitario. Luego estaban las aguas que se tomaban tenuemente los caminos como si se negaran al paso del hombre, los arboles de Yarumo y Sietecueros que parecían dotar de sombra al mundo desde siempre, estaba la cascada La bruja cayendo como el cabello de una mujer entre las rocas, a plena vista, a un costado de la carretera: sirena para el viajante. El mundo de las montañas desbordó los sentidos de todos, acostumbrados al afán de las calles y las oficinas. Pensé en los españoles que cayeron en la demencia cuando Las Américas se les presentaron implacables, pensé en sus cronistas intentando esbozar una realidad que se escapó a sus razones: cuanto más me tomaba el verdor, el calor angustioso, el olor de la madera, el rumor de las montañas, adquiría más profundidad el sentido de mi propia insignificancia.

La chiva se detuvo en la vereda El Retiro. Los arrieros llegaban con los caballos y las mulas para que teatreros y viajantes continuáramos el éxodo.

Mi caballo era blanco y animoso, de motas levemente grises como las huellas en la nieve. Se llamaba Palomo, como el de cierto Libertador; y yo, tentado por una suerte de nostalgia literaria lo nombré Rocinante, como al de cierto soñador. El sol descendió despiadado sobre nuestras carnes, y mi piel que no puedo imitar a otras más tenaces se cubrió con sombras escarlatas. Estábamos en esta montaña inclemente para unir con el teatro lo que otros separaron con las balas. Debo admitir que había escuchado el nombre del Cañón del río Melcocho no mucho tiempo atrás, cuando en esta nación de pesadumbre reconocíamos la importancia de los territorios por la cantidad de cuerpos destinados a ocupar las fosas. La región la asocié con la imagen de un paraíso edénico que fue tomado por los que llevaban las armas. El reino del miedo se posó sobre nosotros, cuando otros morían elegimos mirar a donde la tierra no estuviese macerada por las botas de combate ni manchada por el fuego y la sangre. Era lunes 24 de julio y nos dirigíamos a la vereda El Provenir para el cierre del XXII Festival Internacional de Teatro El Gesto Noble.

Camino al Melcocho

Rocinante y los demás animales conocían de memoria el camino, no había que hacer mucho sobre sus lomos. La caravana iba acompañada por arrieros adultos y niños que entre risas y trotes cuidaron del buen desarrollo de la expedición. Eran caminos angostos, sembrados por piedras, naranjados. La vegetación se alzaba majestuosa y podría decirse que nunca algún hombre había ocupado esas tierras de aire diáfano y montes sinuosos (pequeña ficción que me impuse entre las horas del recorrido). La geografía accidentada variaba entre planicies, caminos pantanosos, ascensos escarpados y descensos tan inclinados que había que ejercer presión sobre la silla de montar, con manos y piernas atenazadas, para no derrumbarse por encima de las crines; debíamos cruzar riachuelos, hierbas altas, caminos donde paredes de tierra prosperaban a ambos costados, como unas fauces que permanecían abiertas para el caminante. Dejamos que nuestros ojos intentaran hallar el fondo de abismos impronunciables, coronados por herbajes rupestres y difíciles, que sembraban en el corazón la zozobra de una caída inclemente, dejamos que El Río Melcocho fluyera en nuestros oídos, plateado, verde, sombrío y claro. Las pequeñas lagartijas huían por los troncos con el redoble de las herraduras, las aves liberaban sus cánticos que caían hasta nosotros como guirnaldas, y entre los animales que iba descifrando en los matorrales esperaba encontrar la temible serpiente mapaná contra la cual mis amigos habían intentado prevenirme. No la vi, pero estuvo presente en mi imaginación todo el recorrido desde que un niño arriero me vio estirando los pies por fuera de los estribos: “¡Muchacho! ¡Muchacho!” decía mientras corría hacia mí. “¿Díme?”, “no estire los pies que a veces las mapaná le tiran a los caballos y de pronto lo muerden”.

Diego en el Melcocho

Vi a Cristóbal Peláez, director de Matacandelas, apaciguar los embates de la mula con su voz pedregosa, vi a Kamber, director artístico de El Gesto Noble, con su rostro marmóreo escrutar los secretos de las montañas, vi al equipo de fotógrafos desesperarse por tanta vastedad que sus cámaras dejarían por fuera de cuadro, vi a los actores divertirse interpretando las figuras de viajeros audaces. Pienso en la palabra “actor”, en cómo se adhiere falazmente a las armas: “actores del conflicto”, habrá de referirse a los que representan el acto infernal para el Señor de la Sangre, habrá de referirse a los que elaboran fábulas para engañar y no para soñar y divertir como los actores que veía sobre unas mulas desajustados y encorvados por el sol. Trato de evadir las ideas que me pueblan sobre nuestra nación de pesadumbre: estas montañas son más grandes y perdurarán más que cualquier obra humana: el silbido del río contra las piedras me purificó el espíritu.

A menos de una hora de nuestro destino, un puente solitario estaba suspendido sobre el río Melcocho. Rocinante se posó sobre él con la solemnidad de un monarca. Abajo, el agua emitía sonidos delgados y extremaron la sed que me atormentaba desde hacía horas. Las herraduras reventaban contra el asfalto. Rocinante avanzó despacio. Tras de mí, la romería de mulas y caballos se apostaba en las orillas del puente. Fue como una tempestad: un gruñido de minúsculos aleteos se tomó los aires en un caos luminoso donde más parecían esferas de fuego, una sombra de mariposas amarillas hendió el espacio y se esparcieron en la selva hasta alcanzar el silencio: “Mauricio Babilonia ha de estar muriendo allá en Macondo”, pensé.

Cuando iniciamos nuestro viaje, pocos sabíamos que la mayoría de la escenografía y algunos elementos necesarios para las presentaciones de teatro viajarían en helicóptero. Era un UH-60 Black Hawk de la Fuerza Área Colombiana que desde las estribaciones de la montaña sentimos como un martilleo que resonaba hondo. “Allá va pinocho” gritó alguien en la caravana, se refería a una de las marionetas que teatro Matacandelas usaría en su presentación al día siguiente. Este mismo helicóptero sería utilizado el martes 25 de julio para transportar los materiales de tres nuevos puentes que se instalarían en las veredas Santa Rita, La Cristalina y San Antonio, de El Carmen de Viboral. Este Helicóptero, que serpenteó entre los aires con vestuarios, marionetas, ensueños y los cimientos de tres puentes, fue construido para la guerra, para hacer tronar los aires con los dardos de la muerte. Al llegar a la vereda El Porvenir nos recibieron en la escuela con voces de alegría para ensanchar nuestros pechos y con aguapanela para calmar los desgastes de la travesía. Alexis, el hombre tras la barra de la mítica fonda “culo estrecho” me dice: “antes traían soldados, armas y bombas, hoy el helicóptero trajo a Pinocho”.

Escrito por Laura Zuluaga Mejía en 23 Agosto 2017. Publicado en Blog El Gesto Noble