Viaje a la biblioteca de un Patafísico
Por John Saldarriaga
Periódico EL COLOMBIANO, miércoles 9 de noviembre 2005
- Cristóbal Peláez no tiene tantos libros guardados como leídos. Los autores son para él amigos.
- Tres nodrizas literarias ha tenido este hombre de teatro. Tres lectores voraces y juiciosos que le presentan autores.
- Cuando muera, que lo entierren con Nostradamus y El hijo de Nostradamus, de Miguel Zévaco.
- Organizada según su necesidad, pero sin obsesión, la biblioteca de Cristóbal Peláez, el director del Teatro Matacandelas, contiene los libros y autores que son de sus afectos, porque cada rato siente necesidad de revisitarlos.
- De parte de las cosas y El jabón, de Francis Ponge, son dos libros que valora especialmente Cristóbal Peláez. Ponge es un autor que al principio no consideró, pero que se le fue colando en la lista de sus queridos amigos, con el paso del tiempo.
Más que una biblioteca física, Cristóbal Peláez González, el director del Teatro Matacandelas, tiene una biblioteca mental.
La lectura es un vicio que adquirió rápido y, con los años, éste le llevó a otro, el teatro, que es su manera de manejar la compulsión del primero y, por otra parte, no menos importante, de hacerlo práctico.
Porque Cristóbal es de esas personas que necesitan estar volviendo prácticas las cosas. Dice, como ejemplo, que si él aprendiera una receta culinaria, iría de inmediato a la cocina a experimentarla. Del mismo modo, y gracias al teatro, si lee a Kafka, corre a ver cómo lo aplica en la vida, es decir, en el escenario.
"Me preocupaba esa posición intelectualista de leer y leer... y nada más. Y sobre todo, considerando que se trata de una actividad que demanda tantas horas, las cuales, por cierto, uno siempre quisiera que fueran más".
Es tan fuerte su vicio de leer, que este patafísico entra en compulsión cuando ingresa a una librería. Quiere volverse loco. No ocurre igual cuando va a una discotienda o a cualquier almacén... Bueno, en el remoto caso en que le tocara entrar a alguno. Eso se demuestra en que no tiene un solo disco y ni siquiera una grabadora que le cante mientras se duerme.
Hablando de esto en el café del Matacandelas, con la puerta cerrada, las mesas sosteniendo sillas patas arriba, salvo la nuestra, y un ajetreo de actores y actrices que entran y salen con instrumentos musicales en las manos y ante la mirada de algunos autores grabados en afiches que cuelgan en las paredes. Ahí no más se ríe Andrés Caicedo. Bebiendo café y fumando Luckies como chimeneas en plena producción. Tras un sorbo largo, dice: "yo puedo decir que me crié leyendo libros y oyendo radio. Creo que fue ventajoso porque la palabra contiene la imagen".
Nodrizas
Lo cierto es que este hombre ha tenido suerte. Ha contado en la vida con tres nodrizas que le nutren en lectura. Cuando era chico, su hermano Fernando; Eduardo Murillo, más conocido como Johneras, en la adolescencia, y Óscar González, en los últimos tiempos.
Cuando era un párvulo de cuatro años, ya su hermano Fernando tenía once y estaba afiebrado con las aventuras. Le presentó los primeros libros que vería en la vida. Historias publicadas por la Editorial Tor. Entre éstas, un par de libros que ha perdido y recuperado 20 veces: Nostradamus y El hijo de Nostradamus, de Miguel Zévaco. "Dos volúmenes descarados que no te dejan vivir. No te dejan dormir, no te dejan comer ni saciar las necesidades fisiológicas. No dejan sino que los leas. Los tenía perdidos y un amigo resultó esta semana diciéndome que heredó la biblioteca de la Doctora Corazón, en la cual estaban, y como saben que me enloquecen, los va a encuadernar para regalármelos".
También leyó las novelas del folletín francés, como Los misterios de París, de Eugenio Sué; historias de Víctor Hugo; Paul Feval. Y novelas colombianas como María, La Vorágine, Manuela. Y se "raspó" La Biblioteca Aldeana de Jorge Zalamea, "recuerdo que las letras eran mágicas para mí: escribía un mensaje en un papel y le preguntaba a mi hermano qué decía allí. Él, obviamente, leía y respondía. Al cabo de unos minutos volvía a preguntarle por el mismo mensaje y él lo repetía. ¿Y usted cómo sabe?, le preguntaba. Y él me respondía: porque las palabras que se escriben permanecen. Me parecía mágico que se pudiera leer algo por segunda vez".
A Eduardo Murillo lo conoció en el bachillerato. Éste parecía enloquecer cuando leía. Tal vez fue por eso que en el colegio, "con esa forma chocha que tienen de enseñar la literatura", no consiguieron apagarle la llama.
Cristóbal recuerda haberlo visto en el Parque de Envigado, con un libro en la mano, casi gritando que García Lorca era un hijo de perra, que cómo se le ocurría escribir así, con ese nivel sobrehumano. "¡Así no se puede escribir! -renegaba- ¡Este tipo desafía a Dios y a Satán!"
"Él marcó un camino en mi vida con los libros. Un amor psicópata por éstos. Fue Eduardo Murillo el que me presentó a Fernando Pessoa. Escucharlo leyendo el poema Tabaquería es una experiencia iniciática. ¿Vos lo has oído?"
También le presentaría a Alfred Jarry y a su hijo, Ubú".
A los 18 cambió su plan de lectura. No le interesaban tanto las historias de aventuras. Incluyó poesía y narrativa de escritores simbolistas y surrealistas. Rimbaud, Baudelaire, Lautréamont, Flaubert, Fernando González, Franz Kafka, Friedrich Nietzsche, Charles Marx, Bertolt Brecht, Sylvia Plath, Andrés Caicedo, Tomás Carrasquilla, León de Greiff, Cepeda Samudio y Ciro Mendía.
"Uno se encariña mucho con esos bichos. Creo que el escritor que más sensualidad me produce es Baudelaire. Pero éste se tiene que poner celoso de Flaubert. Y el que más logra estremecerme es Samuel Beckett. Cuestiona a fondo la condición humana de incertidumbre y sinsentido.
Cristóbal tiene en su biblioteca tres libros de trabajo, es decir, para hacer teatro: Seis propuestas para el próximo milenio, de Italo Calvino; Ejercicios de Estilo, de Ramond Queneau, y Correspondencia, de Flaubert. Ahí está todo, mejor dicho".
Hace un breve silencio, tira de su cigarrillo con fuerza, retiene el humo dentro de su humanidad, el cual sale ahumando las palabras: "Yo creo que el lector es el que hace el libro. No basta con leer mucho, hay que leer bien".
La tercera nodriza literaria que ha tenido, Óscar González, es un lector juicioso, metódico, que también le presenta autores y, sobre todo, puntos de vista.
"Un día, Óscar me regaló un librito. De parte de las cosas, de un tal Francis Ponge. No lo leía -ahora pienso que por tonto-, lo dejaba ahí ocupando espacio. Alguna vez llegó alguien a mi apartamento y le dije: le regalo este librito. Por qué, repuso el otro, ese libro es para botar. Pues, bótelo, le contesté. Luego investigué y encontré que era un escritor tenaz. Y que ese librito que desprecié no se conseguía en Colombia. Corrí donde el amigo y le hablé de mi angustia. Él dijo: creo que lo boté. Al rato resultó con él y me dijo: estás de buenas, se me olvidó botarlo. Volví a respirar".
"Hace un año, en Manizales entré a una anticuaria y me encontré El jabón, del mismo autor. En él habla del jabón, quién lo usa y el autor reflexiona sobre la relación efímera entre los dos... Yo creo que este libro puede ser el cuarto en esa lista que mencioné de textos de trabajo. Me enseñó que es preferible ver las cosas particulares que las generales."
Luego de diez misterios entramos a su biblioteca, organizada, pero sin obsesión, en su apartamento de Bomboná. Escarba un libro y el otro, muchos de los mencionados. Reniega por haber perdido de vista algunos ejemplares y promete que la revisará en breve para hallarlos. Dice que una de sus mayores angustias es no tener la colección completa del Colegio de Patafísica, el más grande tesoro impreso de la humanidad del siglo XX.
"Pero la mayor es que al paso que va me voy a morir sin leer Los Pardaillán, de Miguel Zévaco. Por lo pronto ya dejé dicho que me entierren con Nostradamus y El hijo de Nostradamus. De pronto uno en la muerte va y se despierta, lee y relee por siempre estas dos joyitas".
Ayuda al lector
Pocos autores, pero siempre fiel a ellos
Cristóbal Peláez dice que ya calmó esa angustia que mantenía por no leer mucho más tiempo. Sigue, en este sentido, otro consejo de Schopenhauer: tener pocos autores y serles siempre fiel.
No le interesa leer a autores nuevos libros ni best seller, cuando en la literatura hay maravillas en las que va a la fija.
Tal vez fue por eso que cuenta, que de niño sentía como algo mágico que las letras permanecieran en un papel y se pudieran volver a leer después, que le devino la pasión por releer los libros. Tal vez disfruta de ello más que leyéndolos por primera vez.
La afición por acumular libros la abandonó hace tiempos, tal vez después de que leyó a Marx. Y hasta hace poda de libros cada cierto tiempo, para no llenar su espacio de cosas que no use.
"Cuando chico pensaba que si conseguía un libro diario, en un año tendría 365 -si no era bisiesto-, y la idea me seducía, después pensé que acumular por acumular no tiene sentido".