MATACAICEDO
Mi primera vez con Andrés
Por: María Camila López Isaza
22 de febrero de 2013
“El teatro es el punto de encuentro de la sensibilidad, la
inteligencia y la diversión”.
Si le tiene miedo al Centro un
sábado por la noche, no sabe lo que se pierde.
Si por el contrario
se arriesga a ir, seguro tendrá más de una historia que contar.
Como yo.
Me enteré de la función unos tres o cuatro días atrás, y ante varias invitaciones rechazadas –unos sin plata, otros sin ganas-, decidí que mi primer encuentro con Andrés Caicedo sería íntimo, solo para mí.
En varias ocasiones había pasado por la casita rosada -cómo no verla-, siempre linda, calladita y misteriosa. Sin embargo, el mal sentido de la ubicación y la incertidumbre que toda primera vez provoca, me hicieron llegar mucho más temprano de lo que suelo presentarme a cualquier lugar.
A las siete de la noche, el Centro es otra cosa. Las luces crean una atmósfera completamente alucinante y provocadora. Cada esquina tiene su personaje, su olor y su recuerdo. Salsita por aquí, rocksito por allá: es sábado en la noche y hay espacio para todo. Nada que envidiarle a los “rumbiaderos” del sur de la Ciudad. Para mi sorpresa y la de muchos que me conocen, doy con el Matacandelas fácilmente y sin preguntar, pero todo está cerrado y no hay nadie más en la entrada. Mi interés en hablar con cierto personaje se hace más intenso, pero por ahora es cuestión de esperar.
Pasados no más de treinta minutos, el panorama es completamente diferente. La casa está ahora iluminada, se percibe movimiento dentro y fuera de la misma, y como si supiera que lo ando buscando, Cristóbal Peláez, el director de la obra, está justo al frente de la puerta. No me animo a interrumpir su conversación con una mujer, sin embargo, un mendigo lo hace por mí. De manera prudente me acerco y después de presentarme, le digo sin más: “Te he estado buscando como loca.” Siguiéndome la corriente (como a los locos), me invita a que lo busque cuando termine la obra para conversar.
No se me olvida que vengo a ver por primera vez Los diplomas, una recopilación de siete obras de Andrés Caicedo, el escritor caleño que decidió irse para quedarse joven en la mente de sus lectores, a los veinticinco años de edad –setenta y cinco en palabras de Cristóbal, porque “es sabido que los poetas, en su iluminación, a diferencia de nosotros, gente vulgar, viven cada día tres”-. Con la emoción y la expectativa de una niña chiquita ante cualquier novedad, doy el primer paso y la casa linda, calladita y misteriosa de siempre, se convierte en una especie de universo paralelo repleto de arte y cultura. Los sonidos penetrantes de las calles de Medellín se transforman instantáneamente en música de fondo y voces inmersas en conversaciones. El Matacandelas me recibe con dos canciones de los Stones -Satisfaction y Angie-, casualmente una de las agrupaciones favoritas de Andrés. Tomo esto como un buen presagio.
Las luces son tenues y le dan al lugar un toque romántico y seductor. Después de un breve recorrido visual por la tienda del teatro, me siento en una de las mesas disponibles en el bar, y con un suave olor a café en medio de muchas botellas de cerveza, observo las imágenes que decoran el espacio; reconozco varias del autor de Que viva la música.
La gente continúa entrando y acomodándose mientras se abren las puertas de la sala. Como todavía faltan algunos minutos antes de comenzar la función, Cristóbal se acerca a mi mesa para que, según él, no me acabe de enloquecer. Con aire medio bohemio pero con toda la seriedad que exige un oficio como el teatro, se sienta y pone su tinto sobre la mesa.
En un primer momento, la conversación gira en torno a aspectos generales de la obra. Claramente, la relación del Matacandelas con Andrés Caicedo no es fortuita ni mucho menos nueva. Hace veinticinco años inician un proceso con sus textos que se extiende hasta hoy con la presentación de Los diplomas (obra que desde su estreno en 1997, ha alcanzado entre cuatrocientas y quinientas representaciones).
“Lo que uno destacaba de Andrés Caicedo no era la parte escandalosa del suicidio, sino que uno decía: es un escritor maravilloso. La torcedura, el lenguaje, cómo imbrica e implica a los jóvenes en todos sus relatos; ese declarado amor por todo lo que es lo adolescente (…) es como el Arthur Rimbaud colombiano”.
A pesar de los inevitables cambios a través de los años (de los actores originales solo quedan tres), Los diplomas tiene un fuerte poder evocador. En palabras de su director “hay gente que viene a verificar cómo está su obra”, qué se conserva, qué se transforma. Y por supuesto, hay quienes llegan a recordar, por qué no, el primer encuentro con un viejo amor. “Son obras que van haciendo parte de la vida de la gente”.
Tras diez minutos de agradable conversación, es hora de preparar las luces, ultimar detalles y dar inicio a la función. Cristóbal se retira y yo me uno a los espectadores que ya hacen la fila para entrar. A paso lento, nos dirigimos a la sala por un corredor estrecho, lleno de imágenes de otras funciones que han estado en temporada; las fotos de Caicedo y de sus obras nunca dejan de estar.
En cuestión de diez minutos, el público ya está acomodado. Las luces se apagan, dejando la sala en una oscuridad absoluta y extrañamente acogedora. Mi primer encuentro con Andrés Caicedo ha comenzado oficialmente.
Pese a no conocer su obra a profundidad, la densidad de los diálogos, el juego de luces y cómo no, la música, construyen un viaje exquisito dentro de las tensiones, el inconformismo y la frustración de estos estudiantes que cuentan cada segundo para librarse del anacrónico sistema educativo que los reprime. La emoción es tanta, que a menudo me descubro haciendo muecas de manera inconsciente; las miradas tan intensas, que me envuelven en cuestión de segundos. Los movimientos son precisos, las palabras bien pronunciadas y los gestos, ¡ni se diga! La simplicidad en el montaje es un reto para la imaginación de los asistentes. En palabras ulteriores de Cristóbal: “La mente del espectador es un escenario”.
Fotografía: Sebastian Confalonieri Laverde
Me abruma el grado de concentración de los actores; si yo estoy en otro mundo con esta obra, ellos están a miles de kilómetros de aquí. Es como si el público al que atraviesan con esos ojos imperturbables los viera a través de una cortina que los priva de cualquier cosa que pueda entorpecer su presentación.
Entre los espectadores, la risa es una constante durante toda la obra. Pero la comedia es solo un recurso para expresar una profunda crítica social, esa misma que Andrés Caicedo reflejaba en sus textos. Un repudio total a hacerse grande y entrar en el insípido mundo de los adultos. Una desazón permanente contra aquel que reprime; contra una sociedad que los arrastra inescrupulosamente hacia un futuro que no han elegido. La muerte aparece entonces como la decisión más sensata, y a estas alturas, la única que todavía pueden tomar por ellos mismos.
Una vez terminada la obra, el aplauso enérgico es la respuesta precisa para lo que acabamos de ver. La sonrisa discreta de los actores es la prueba del despojo –por lo menos en el rostro-, de los personajes que acaban de interpretar. “El arte hace posible que se pueda ver con más fuerza la relevancia de los años 70. Es una crítica a la época. A Andrés Caicedo lo mató la época…Y se expresa de una manera completamente visceral”, comenta David Machado, uno de los asistentes.
Al salir de la sala, retomo la conversación con Cristóbal, esta vez en la cocina de la casa. Es un espacio amplio y agradable detrás del escenario que hay en el bar. Mientras habla, los actores, ahora libres de vestuario y maquillaje, entran discretos y saludándome con un movimiento de cabeza. Unos se retiran rápidamente; otros se quedan para comer o tomar algo en silencio. Lo único que se escucha es la voz de su director.
Frente a mi duda de por qué trabajar Andrés Caicedo en lugar de otros autores que también plantean una crítica a la sociedad, la respuesta se resume en dos palabras: admiración y placer. “Es que el güevón escribía muy bueno, muy rico. Y con un humor además. No conozco ningún gran autor que no tenga humor (…) Era su mirada fresca, como de joven, como de adolescente, la forma como él escribía (…) además, dicen que Andrés Caicedo fue el primero que escribió literatura urbana en Colombia”.
Sin duda, la unión de elementos como la salsa, el rock y el cine de directores como Luis Buñuel, marcaron un factor diferenciador en la literatura del caleño. El estudio de “Angelitos empantanados” por parte del Matacandelas, percibió a un Andrés trágico y romántico, pero también a uno sorprendentemente político, “de repente vimos que realmente Andrés estaba hablando del país”.
Fotografías ubicadas en las paredes del Teatro
Las palabras de Cristóbal dan cuenta de la trascendencia de Andrés y de la leyenda literaria que representa, no solo para una población adolescente que lo lee y lo disfruta en teatro, sino para los que, perteneciendo a la edad que el escritor más odiaba, se maravillan con sus personajes. Según Gustavo Álvarez Gardeazábal, “Andrés, con un poco mas de formación y un poco menos de droga, habría sido el gran producto literario colombiano de finales del siglo XX”. Pero el joven la tenía clara: “Morir y dejar obra”. Simplemente eso.
Este fragmento, del 13 de enero de 1972 lo demuestra:
“Lo único que yo quiero es dejar un testimonio, primero a mí de mí, luego a dos o tres personas que me hayan conocido y quieran divertirse con las historias que yo cuento(…)Yo, ante todo, cuando escribo lo que hago es recordar, no solucionar problemas del día ni nada de eso, ni desquitarme, aunque el estado de ánimo más propicio, en mi caso, sea la tristeza, no digamos nostalgia, la tristeza, la imposibilidad, la conciencia de pérdida”.
No puedo despedirme de Cristóbal sin hacerle una última pregunta: ¿qué pasaría si Andrés hubiera decidido vivir más de veinticinco años? A lo que responde, “a mí me preguntan de cuántos años murió Andrés Caicedo y yo digo, de setenta y cinco”. Lo único que le reprocha es que haya dejado inconclusa la que podría haber sido fácil, facilito, una excelente novela: Pronto: Memoria de una cinesífilis. De resto, esos setenta y cinco años fueron suficientes. A este personaje no se le podía pedir más.
Terminamos la conversación, bajamos las escaleras de la cocina, salimos por el escenario que da al bar y entonces vuelven la música y las conversaciones de la gente. Me despido de Cristóbal y camino hacia la puerta contemplando un poquito más el teatro antes de salir.
No soy menos loca que cuando llegué pero, sin duda, soy una loca diferente: ahora estoy contagiada por la fiebre Caicediana y me gusta la idea.
Abro la puerta e inmediatamente me reciben las calles de sábado por la noche que dejé dos horas atrás. Emprendo el camino hacia mi casa y entonces tengo que decirlo, dos puntos: sí gocé.