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Me acuerdo que corrían los primeros años de la década de los noventa y, por obra del azar —circunstancia que no viene al caso reconstruir por temor a la mala memoria—, ese enorme hombre del teatro y la dramaturgia contemporánea que, en Valencia, España, a mediados del año cuarenta, nombraron José Sanchis Sinisterra, almorzaba diariamente en la mesa del Teatro Matacandelas. Llegaba de España a dictar un curso en la Universidad de Antioquia, la misma institución que más tarde invitaría a otros grandes —hoy cómplices de nuestras tertulias y veladas teatrales— como Luigi Maria Musati y Jorge Eines. Parece inevitable: la U. de A. los trae… y ellos se juntan.
Se hospedaba a escasas cuadras de nuestra primera sede en arriendo en la calle Córdova, y allí tuvimos la suerte de trabar conversaciones e intercambiar conceptos y almuerzos por conocimiento. ¡Claro! Esto último, él solo lo supo muchos años después. ¡Madre mía, cómo lo exprimimos!
Cada sesión se extendía —la extendíamos— al máximo llenándolo de preguntas, cada vez más puntuales, sobre su concepción de la cosa teatral. José, como buen maestro, se extendía igualmente en exposiciones, también cada vez más puntuales, y no podíamos contener el estupor propiciado por estas magistrales conferencias acompañadas de fríjoles, mucho arroz y ensalada. Esperábamos con ansia el almuerzo del día siguiente. Nuestro intelecto —nuestro estómago también— se removía de emoción.
Poco a poco llegaron insospechados invitados a nuestros modestos banquetes: Beckett, el minimalismo, el teatro español contemporáneo, Carlos Saura, el Teatro Fronterizo, Beckett, Ay Carmela, Los Figurantes, el minimalismo, Joyce, Molly Bloom, el Teatro Fronterizo, Ñaque, el Siglo de Oro español, Philip Glass, Beckett, el minimalismo, el Teatro Fronterizo… No tuvimos un diplomado porque en esa época no existía el término y porque José nunca nos entregó el cartón que nos certificara. Lástima: ahora colgaría sobre la mesa en la que escribo y podría cobrar mejor por esto que ustedes leen que, gracias al diploma, parecería mejor escrito.
Poco después, cuando vimos en escena su obra Ñaque o de piojos y actores, por el Teatro Fronterizo (fundado en 1977, en Barcelona, por Sanchis), en el Teatro Pablo Tobón Uribe, alucinamos. Corroborar la congruencia entre un discurso, una filosofía y una puesta en plástica es tan apabullante, como cuando sucede exactamente lo contrario. Solo que en el primer caso la forma de abandonarse es la asimilación, el disfrute, la agonía que reta. ¡Qué bueno es ver una buena obra!
José Sanchis movió el villorrio. Impartió clases, cursos, talleres. Cedió dramaturgias sin pedir nada a cambio. Programó veladas con actores locales y hasta cofundó la Casa del Teatro de Medellín, de la mano de Gilberto Martínez, Luis Carlos Medina y Víctor Viviescas. Hervía teatro por cada poro, por cada cabello de su poco abundante cabellera. Tenía en ese entonces dos amores: el teatro y Medellín (y México, y Chile, y Bolivia, y Argentina, y la dramaturgia, y enseñar dramaturgia). Esta ciudad lo acogió con toda la violencia propia de aquel entonces —¿de aquel entonces?—, con todo el ánimo, e hizo de él un hijo prolijo en derramar conocimiento; en poner en apuros a todo aquel que le escuchaba.
Después de Ñaque vino el Primer amor, de Samuel Beckett, también por el Teatro Fronterizo. La dramaturgia era de Sanchis Sinisterra; la dirección, del argentino Fernando Griffell Luminasi; y la actuación, de Luis Miguel Climent. Esto sí que era el colmo. Sesenta y cinco minutos de subida al cielo. Elegancia, riesgo, simplicidad, actuación, actuación y actuación. Clase maestra.
Por fortuna la vimos una, dos, tres veces, y la sensación iba en aumento. Tiempo después, aprovechando un viaje de Luis Miguel por estas tierras, la programamos una vez más —¿la última?— en el Teatro Pablo Tobón Uribe con policía y amenaza a bordo: “Esta noche vamos a cortarle a los españoles todo lo que les cuelga”. ¿Recuerdas, Tejada? Función nerviosa pero fantástica y afortunadamente inofensiva ¿Recuerdas, Tejada?
Antes de ocultarse, el Teatro Fronterizo regresó en varias oportunidades al festival más antiguo de América, el de Manizales, con obras como Marsal Marsal, de Sanchis Sinisterra; Minimal show, de Sergi Belbel y Miguel Górriz; y Mercier y Camier, de Samuel Beckett.
El que sigue viniendo es José, quien pasa a dar vuelta, a inspeccionar con su ojo clínico el gran legado que derramó con su mano siempre abierta en esa Medellín de los noventa que, quién lo creyera, abría desprevenidamente la boca como pichón de pájaro hambriento. Cuando vio nuestra versión de La caída de la Casa Usher nos odió; se decepcionó al ver una de las peores puestas en escena. Pero pocos años después, nos abrazó y glorificó después de la representación de Ego scriptor.
Fotografía: Sara Marín
La imagen de aquel Primer amor, del teatro Fronterizo, nos ha seguido todo este tiempo y ha sido torturante. Para calmar los nervios, intentamos montar nuestra propia versión en 2006. Fue un estudio profundo que hicimos a base de pruebas de escenario y que nos entretuvo algo más de seis meses, con un resultado brillante: dejamos la cosa así. No fuimos capaces de superar aquel montaje enfrascado en nuestra mente. Derrota. Derrota y cambio de tema.
Pero, ¿acaso sirve de algo huir? Dejamos de pensar en el montaje, y entonces el montaje empezó a pensar en nosotros. La obra era tema recurrente en nuestras veladas, en nuestras lecturas y muy, mucho, bastante, en la mente del actor de esta noche. Entonces sucedió. El año pasado (2015) el persistente José Sanchis Sinisterra —¿habíamos dicho ya que nació en 1940?— apareció de la nada en nuestra sede en plena remodelación para saludar e inspeccionar —léase el párrafo anterior—. Al final de su visita, lo arrinconamos contra la pared y le soltamos la siguiente perla: “Queremos hacer el montaje de Primer amor que hizo el Teatro Fronterizo”. Esperando que pronunciara el monosílabo deseado, recuerdo bien su amable rostro y no puedo dejar de ver cierta decepción en el gran dramaturgo que siempre ha querido ver en carteles nuestros nombres unidos bajo el título de una de sus grandes creaciones. Y entonces José dijo que sí. Que esa obra ya no se representa más… que Luis Miguel ya no la hace más… que… que si ese era nuestro deseo… Que sí. Ahí emprendimos el camino.
Tenemos sobre nuestro nuevo escenario un remake de aquella memorable obra del Teatro Fronterizo. La puesta en escena es distinta. Distinta la escenografía, las luces; distintos el actor y compañía. Hemos acogido el concepto y, al hacerlo, hemos acogido la obra de arte.
Fotografía: Sara Marín
Aquí tenemos, pues, nuestro Primer amor que no pretende ser un canto —siempre hay que cantar— sino un grito. Un grito de alabada desesperanza, un amoroso grito de dolor, un grito para celebrar la inquietante derrota. No la mía; la de la especie. Cosa triste.
Ante los que quieren, están los que pueden.
Y los que queremos siempre seremos más.
Y los que pueden siempre serán los mismos.
Y cuando quieras gritar, te dejarán.
Y cuando te quieran callar, te callarán.
Y al final de todo, ellos ganarán.
Ahora que la policía puede entrar en nuestras casas, como en el medievo.
Ahora que los reyes se afirman, como en el medievo.
Ahora que sólo unos pocos son favorecidos, como en el medievo.
Ahora que lo que nos separa del medievo es el cuarto de baño.
Quiero gritar —que no cantar— la derrota.
Ante el desastre, yo digo Beckett.
Ante el hundimiento, yo digo escenario.
Ante el medievo, yo digo Dante.
Ante el estiércol, yo digo flores.
Así pierda.
Así pierda.