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MAETERLINCK COMO METÁFORA DEL HORROR

Por: Miguel González - Curador, Museo de arte moderno, Cali, Colombia

Seguramente el trabajo culminante del III Festival de Teatro de Cali fue la misteriosa, brutal, clarividente y conmovedora puesta en escena de la obra de Maurice Maeterlinck, Los Ciegos. Pieza escrita en 1890 con antecedentes análogos en lo visual como la Hermandad Prerrafaelista inglesa, la producción de Gustave Moureau, las primeras litografías de Odilon Redon o La isla de los muertos de Arnold Böcklin de 1886.

Igualmente la indagación de la poesía de Baudelaire, Mallarmé, Verlaine y Rimbaud, pero sobre todo del pavor de Edgar Allan Poe. No casualmente en el mismo año el aristócrata Maeterlinck escribió su obra teatral también extraña: La intrusa, donde un hombre anciano siente la llegada de la muerte que ha venido a visitarlo a su casa. Con ambas inauguró el teatro simbolista.

Indudablemente el grupo Matacandelas de Medellín ejemplifica aquí un momento culminante en la práctica teatral que lo ha venido desvelando por más de veinte años. El magnetismo conseguido, la agitada acción interior y el ritmo ritualístico formado por parlamentos, silencios y la gravedad de los sonidos y sensaciones, sólo remitible a la música de Wagner, otro de los culpables de un arte que vuelve protagónico lo simbólico, hacen de esta versión algo excepcional. Irónicamente tales resultados que consiguen una peculiar exaltación, confrontar ejecuciones apocalípticas y suministrar ilustraciones sobre los más activos y veloces sentimientos humanos, es a su vez un insigne ejemplo del teatro estático.

Para inaugurar la última década del siglo pasado el grupo Matacandelas se impuso el reto de estudiar y montar O marinheiro de Fernando Pessoa, ese maravilloso lamento de plañideras ante el cadáver de una joven. Se lo plantearon y le dieron solución como un espejismo singular en que las tres Nornas o Parcas de la mitología escandinava (otra vez Wagner, en El crepúsculo de los ídolos) desarrollan su discurso sobre la existencia y todos los obstáculos que esa tragedia encierra. Fue una lograda y certera obra con el texto del portugués y con la solución inteligente de presentar un teatro estático. En la investigación fantasmagórica de los invidentes amenazados, amedrentados y agónicos propuestos por Maeterlinck.

Una trilogía de directores asume el reto: Cristóbal Peláez, Diego Sánchez y Jaiver Jurado. Conciben el espectáculo como un arte total donde lo visual, lo auditivo y el texto mismo son un todo inseparable. La composición escénica fija cada personaje en un territorio que le es único pero que al mismo tiempo señala su relatividad e incertidumbre. Evidentemente la acción imaginaria está situada en el centro mismo de La isla de los muertos de Böcklin, incluso tres troncos de sus cipreses están custodiando en el fondo de la escena. Cuando el sonido aterrador de las aves de rapiña o los cuervos premonitorios de fúnebres desenlaces agitan sus vibraciones es evidente las aspas de los helicópteros, como en aquel Apocalipsis ahora, amenizado por la cabalgata de las valkirias.

El conjunto de los trece actores se comporta en realidad como un gran coro griego, depositario de la verdad de los hechos de la tragedia. Cada parlamento es parte de una partitura macabra que comenta el desconcierto, la incertidumbre y el horror. Son ciegos que como Edipo les es permitido vislumbrar más allá. Son ciegos evocados y existentes gracias a la literatura y al arte de imaginar. De alguna manera heredan el don de Homero y de Milton. Para ellos es también el tiempo de la catástrofe y de la implacable amenaza de la muerte sin redención. Todos son uno, incluso el personaje número catorce que es la esperanza perdida representado por el supuesto guía muerto. El niño de brazos es el único que ve, pero todavía no sabe hablar y seguramente no puede comprender las señales de amenaza y cataclismo. Sólo se escucha su llanto desconsolado y sobrecogedor: El grupo Matacandelas logra habitar de agónicos y desesperados protagonistas la isla fúnebre de Böcklin y restituir de la manera más pertinente la terrible poesía de Maeterlinck, en los momentos más oportunos para el tiempo de guerra, muerte y desolación.

La puesta en escena se plantea como un inmenso e infinito ciclorama, donde mucho se sugiere y felizmente nada se concreta. Recurso que también se utilizó para la obra de Pessoa: El paso del tiempo se trastoca, la claridad que nunca llega se ofrece como ausencia y en cambio la penumbra es un lugar para apariciones y desapariciones, espejismos y horrendas sorpresas como la mano ensangrentada: El espacio es físico y metafísico, está situado en una isla, se nos dice, pero es también el lugar de los suplicios de las más ruines angustias y viles vacilaciones e irresoluciones. La ilusión de lo desconocido nunca se satisface, el espectador es introducido en la penumbra, se le ofrecen distintos espejismos e ilusiones veladas y se lo vuelve a entregar a la noche infinita: los actores no saludan, las luces jamás se encienden, y todo parece ser un rito siniestro, casi religioso en evocación de las muertes atroces. Sagrado como en el Persifal wagneriano que según la más fiel tradición es el drama de la sangre divina y no debe cerrarse con aplausos: Aquí sería el rito continuado hacia la muerte inevitable que también desea permanecer en un profundo y fúnebre misterio.

El montaje del Matacandelas se constituye en toda una experiencia teatral: Catarsis certera que agobia todos los sentidos y los pone en vilo. Restituye igualmente un autor como Maurice Maeterlinck quien basó su obra sobre la curiosidad, el asombro y en este caso de los videntes sin ojos útiles, sobre el horror. También se preocupó de lo maravilloso, de los misteriosos y de lo aparentemente oculto. Escribió La inteligencia de las flores que Borges recomienda entre sus libros más queridos y entrañables: También fue el autor de tal vez su texto más famoso La vida de las abejas: Epígono del Romanticismo, simbolista por derecho propio y cuestionador en el pensamiento de vanguardia de la primera mitad del siglo XX en el que fue un activo protagonista, su texto sobre los ciegos hoy nos resulta desgarrador y un iluminador y una desgarradora metáfora. Tropo de la vida y la muerte, pero también del teatro, su representación y sus alcances. Esta propuesta convincente y estremecedora también es evocadora de esa afirmación de Borges, otro ciego lúcido, en su conferencia sobre La divina comedia, cuando dice: “nosotros estamos hechos para el arte, estamos hechos para el olvido”.

Noviembre de 2001.