DIARIO DE FESTIVALES 2012: MATACANDELAS, MARTHA MÁRQUEZ, MAPA TEATRO
Por: Sandro Romero Rey
Sandro habla sobre la obra Las danzas privadas de Jorge Holguín Uribe
luego de presentarse en el Festival iberoamericano de teatro de Bogotá
Discúlpame, querido diario, por tenerte tan abandonado, pero mis obligaciones como director de un montaje (“El malo de la película”) en el marco del Festival Iberoamericano, me tuvieron muy ocupado. Me fue muy bien, querido diario, no te preocupes, lleno el Teatro Libre del Centro en las tres funciones. Pero después de la tempestad escénica, viene la calma de mis escritos, tratando de salir de la zozobra de la vida real, cada vez más absurda y demandante. En fin, querido diario. No vinimos aquí a quejarnos, sino a trabajar contra la amnesia. Sigamos adelante. El miércoles 28 de marzo de 2012, me dediqué al teatro colombiano. Vi tres montajes de producción nacional y realmente, sin banderitas chauvinistas, salí feliz. Por lo general, veo pocos montajes colombianos durante los días de los festivales de teatro (ya lo he dicho muchas veces, pero los hombres mayores solemos repetirnos), bien sea porque ya los conozco, bien sea porque sé que los presentarán después y esperamos que se queden en casa. Salvo los que voy a comentar, puesto que son obras que fueron concebidas fuera de Bogotá o porque se trata de trabajos de gran formato que luego sería complicado volver a capturar.
A las tres de la tarde, huyendo de las amenazas de lluvia estuve, querido diario, en la sala del Gimnasio Moderno, con todas las ganas listas para ver “Las danzas privadas de Jorge Holguín Uribe”, puesta en escena del Colectivo Teatral Matacandelas de la ciudad de Medellín. Hace dos años, el grupo liderado por Cristóbal Peláez se había arriesgado, en el marco del Ibero, a presentar la obra “El mediumuerto”, escrita y dirigida por José Domingo Garzón. Esa obra la vi después, mucho después, en la sede del grupo en la capital de Antioquia. A pesar de la polémica, a mí me gusto mucho ese trabajo y así lo consigné en algún escrito de este espacio. Ahora, el salto al vacío es aún más grande. Se trata de un espectáculo (o mejor, de una experiencia) concebida alrededor de la figura de un bailarín colombiano desaparecido a comienzos de la década del noventa. Bueno, bailarín es un decir. Jorge Holguín era un artista integral (matemático, actor, mimo, coreógrafo, escritor, fotógrafo, pintor, dibujante de comics), el cual sirve como pretexto para que el grupo continúe con sus indagaciones formales alrededor del tema de la muerte, del vacío, de la creación, del suicidio. Así lo hemos visto en espectáculos anteriores del grupo (“O Marinheiro”, Medea, los dos montajes a partir de textos de Andrés Caicedo, la obra sobre Sylvia Plath, la saga de Allan Poe, la obra sobre Fernando González…), estupendas dramaturgias salidas de las entrañas existenciales del conjunto.
Creo que las palabras ya se me acabaron para decir todo lo que admiro al Teatro Matacandelas. De hecho, supongo que fui al Gimnasio Moderno, al igual que cuando fui a la presentación de “El mediumuerto”, con ese instinto destructivo que tenemos los seres humanos, sólo para poder enriquecer mis limitados escritos. Pero fue imposible. “Las danzas privadas” es un poema sin objeciones, con todo lo profundo, hermoso, divertido, sabio e inquietante que puede tener la palabra. En definitiva, uno nota la diferencia cuando Cristóbal Peláez toma de nuevo las riendas del Colectivo. A mí me parecen interesantísimos los montajes que el Matacandelas ha hecho con el italiano Luigi Maria Musatti o con el citado José Domingo Garzón. Pero cuando regresa Peláez de sus viajes al fondo de sí mismo, el asunto cambia y el Matacandelas vuelve a ser lo que ha sido: un “grupo”, con todas las letras de la palabra muy bien puestas entre pecho y espalda. “Las danzas privadas” es una obra inclasificable, donde se reflexiona sobre la muerte, sobre el Sida, sobre el arte y sobre los estragos del tiempo precoz. Pero es una reflexión de formas, con canciones, con coreografías, con composiciones plásticas, con textos rituales. Al igual que en la “Velada metafísica” en homenaje al filósofo Fernando González, los matacandelos se exigen a fondo y mezclan lenguajes, cuadros vivos, cantan como nadie y golpean al cerebro como pocas obras de arte logran conseguir. A Jorge Holguín no lo conocí. Recuerdo que su nombre rondaba como un fantasma en uno de los primeros festivales iberoamericanos de teatro, pero luego se me borró de la cabeza. Ahora, muchos años después, podemos decir que su obra y su búsqueda están entre nosotros, desde muy adentro, gracias al tremendo homenaje y a la sacudida de almas que nos propone el Colectivo Teatral Matacandelas, que es como volver a nacer de entre los escombros.
Salí corriendo a una de mis grandes expectativas recientes: el montaje de la obra “El dictador de Copenhague” de la caleña Martha Márquez, con un equipo de actores invitados de distintas generaciones (desde los “veteranos” Guillermo Piedrahíta, Gabriel Uribe y Lisímaco Núñez, hasta las nuevas camadas de intérpretes vallunos encarnadas en Natascha Díaz, Camilo López, Johann Phillipp Moreno o Felipe Cortés). Hace algún tiempo escribí sobre todo lo que me había impactado el trabajo dramatúrgico de Martha Márquez, luego de leer “El dictador de Copenhague”, “Blanco, completamente blanco” y alguno de sus textos cortos. Advertí: no me hago responsable de lo que suceda con la puesta en escena pues, obras como “El dictador…” pueden ser montadas de mil maneras distintas. Temblando, entré a la sala del Teatro Libre del Centro, preparándome para lo peor. No hay nada más traicionero que las expectativas. Se apagaron las luces. Un inmenso tablero con una forma geométrica que no existe en los diccionarios. Una chimenea digital. Un maestro. Cuando leí el texto, quizás uno de los recursos (literarios) que más me impactó fue el de las acotaciones. A uno le dan ganas de que las acotaciones no se materialicen en formas, sino que sean dichas en la escena. Eso pensé, pero la dramaturga/directora sabe mover muy bien sus fichas y la ceremonia empieza con una traducción precisa, al lenguaje de las tablas, de todos y cada uno de los elementos de su texto. Al principio, me molestaba la artificialidad, especialmente en las imágenes “en flash back” del hijo sacrificado. Pero, poco a poco, uno se instala en la obra y “El dictador de Copenhague” se convierte en una fiesta de la creación. Uno no quiere que se acabe nunca. Ahora que el acto de reírme se ha borrado de mi rictus, agradecí con ganas el hecho de que riese tanto en una obra cuyo tema, en apariencia, está concebido para que llores a gritos. Esta vez, entendí mejor porqué se han empeñado algunos críticos (y los mismos difusores de la obra) en emparentar el asunto con “el caso Garavito”. Sí, puede tener similitudes con el caso Garavito, pero la obra tiene también muchos otros referentes. De alguna manera, pensé en Koltès, en “El regreso al desierto” y, sobre todo, en “Roberto Zucco”. Hay referentes a la realidad, pero dichos referente no son la realidad. La realidad está en la escena, en sus deformaciones, en las seducciones de la alumna al maestro (una especie de visión convexa de la “Oleanna” de David Mamet), en la fiesta del metafísico pueblo de Copenhague, en las clases magistrales del maestro que parecen dictadas por Dios padre, en fin, en todos los recursos del esperpento, de la teología, del carnaval, de la filosofía, del sueño, de la duda, en cada una de las trampas formales que la señorita Márquez dibuja con desconcertante mano maestra. Mis respetos. Si hay algo importante, a mi modo de ver (sé muy bien que hay otros que no piensan lo mismo), en las nuevas tendencias del teatro colombiano, creo que aquí se encuentra una muy buena pista de lo que está pasando y de lo que va a pasar en nuestros escenarios en los años venideros.
Finalmente, querido diario, corrí a la Fundación Alzate Avendaño, porque no me podía perder “El discurso de un hombre decente” de Mapa Teatro. Al igual que el Teatro Matacandelas, los amigos de Mapa ya son una institución comprobada, donde el genio transpira por todas partes. Hace dos años, la tuve que sudar gruesa para poder ver su “superproducción” titulada “Los santos inocentes” y ahora no quería correr de nuevo el riesgo de perderme. Así que me preparé para llegar a tiempo. Pero Dios no estaba de mi parte. Como iba a ir con mi asesora en derechos humanos, ya que se trataba de una experiencia artística basada en el delirante discurso encontrado en los bolsillos de Pablo Escobar, decidí ser un buen caballero y esperarla. Pero mi asesora en derechos humanos no está acostumbrada a llegar al laberíntico centro de Bogotá, se perdió, no encontró un parqueadero adecuado y me tocó seguir las instrucciones del lema de mi colegio. Es decir, “donde hay un Berchmans, hay un caballero”. Así que llegamos tarde y no hay nada que me descomponga más en la vida que llegar tarde a un espectáculo. Odio el público que tiene mentalidad de discoteca y que llega al cine o al teatro a cualquier hora, con el celular prendido, haciendo ruido y acabando con la magia. Pues eso me pasó. Me demoré en instalarme. En el escenario, un intelectual dictaba una conferencia, en el proscenio, frente al telón de boca cerrado, mientras una despistada presentadora hipermaquillada, trataba de hacerle preguntas sobre el tema: la legalización de las drogas y el fracaso de la política represiva en lo relativo a los estupefacientes. Yo seguía indispuesto. Mi asesora en derechos humanos parecía tranquila, mientras yo no lograba concentrarme. Mi impaciencia era creciente. Debo decir que, desde que vi “Casa tomada” de Mapa Teatro, en el primer festival iberoamericano de 1988, mi entusiasmo por todo lo que hacen sus miembros, encabezados por los hermanos Abderhalden, no ha cedido. Por el contrario, “De mortibus”, “Orestea Ex Machina”, “El león y la domadora”, “Medea material”, “Ricardo III”, en fin, “Testigo de las ruinas”, la versión Tamul de “Un señor muy viejo con unas alas enormes”, todos a una, me han llevado a territorios inexplorados, donde nunca he dejado de fascinarme.
Y lo que más les envidio a Heidi, Rolf y su ejército, es su infinita capacidad de alto riesgo. Les encanta quemar las naves, deshacer la casa tomada, borrar el tablero y empezar la cuenta nueva. “El discurso de un hombre decente” no es la excepción. Y creo que se trata de una experiencia que va a dar mucho de qué hablar en Colombia, cuando pase la borrasca del Ibero y la obra entre en nuestra cartelera del día a día. El tema del narcotráfico, poco a poco, se inhala en nuestros escenarios. Ha tenido aproximaciones brillantes (“Golpe de suerte”, “El paso” del Teatro La Candelaria…) pero, hasta el momento, los nombres propios no aparecían sobre las tablas. Ahora, es el mismísimo Pablo Escobar, convertido en el fantasma de su propio mito, el eje de la “dramaturgia” de este espectáculo inclasificable, donde se mezcla el video, los noticieros, la música de una triste orquesta tropical, las matas de coca, la estupidez de los medios, el negro humor que todo lo envuelve. Al mismo tiempo, hay “una ola de misterio”, al decir de Bobby Cruz, en todo el viaje. No sabemos muy bien hacia donde apunta este divertimento secreto, que suponemos en proceso de cocción, porque sus piezas están por ajustarse. En uno de los trabajos anteriores de Mapa Teatro (“Ansío los Alpes; así nacen los lagos” de 2008), el enigma estaba en la nieve, en el paisaje del fin del mundo. Ahora, en “El discurso de un hombre decente” estamos ante una reposada pesadilla, con un paciente humor a cuentagotas, que nos saca de quicio, pero luego nos conmueve con su belleza, rápidamente rompen para desbaratarnos la fiesta y regresar, sin previo aviso, a las disquisiciones y los signos secretos.
Al mismo tiempo, nos reorganizan los recuerdos. Es curioso, pero a Mapa Teatro lo conocí a finales de la década del ochenta, cuando todos en Colombia vivíamos con la paranoia de las bombas y de la guerra de Pablo Escobar. Miro ahora la mirada que ellos tienen de esos tiempos y no se parece a la mía. De eso no se trata, por supuesto, porque cada uno recuerda, evoca y reflexiona de acuerdo a como le haya ido en el entierro. En este caso, los de Mapa no reflexionan: provocan, que es otra manera de hacernos pensar. Pero preferiría que la polémica la hiciéramos en conjunto, con muchos otros espectadores, porque mi visión es pobre, sesgada y llegué furioso al teatro. No se olviden cómo se afectan las neuronas de la inteligencia cuando uno vive la vida con ira. Prefiero calmarme y opinar a fondo, una vez me convierta de nuevo en un hombre decente.
Querido diario: Matacandelas, Martha Márquez, Mapa Teatro. Ma, ma, ma, ma. ¿Qué será lo que el destino trata de Mascullarme? Sólo me faltó Mac Cartney, para Matizar la Magia. Espero no decepcionarte por mi ausencia, querido diario. Porque, si sigo así, vas a terminar convertido en un semanario.
Fuente: http://www.eltiempo.com